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"LAS SINSOMBRERO"

Lo que hubiera dado yo por conocerlas... A "Las Sinsombrero", ese colectivo de mujeres brillantes, adelantadas a su época, nacidas a finales del XIX y principios del XX, que tanto vivieron y tanto contaron, a pesar de que la Guerra Civil frustrase su carrera imparable hacia la igualdad y la libertad.
Cuando Maruja Mallo (1902-1995) cuenta en la Introducción del libro que, acompañada por Dalí, Margarita Manso y García Lorca, deciden quitarse los sombreros ("congestionaban las ideas")un día atravesando la Puerta del Sol, la gente los apedrea llamándoles maricones y reprimiendo ese gesto de rebeldía, una ya comprende que está ante un ensayo-estudio-proyecto didáctico importante, visibilizador y justo. Porque pretende dar el sitio que nunca tuvieron las artistas invisibles de la Generación del 27.
En los colegios no se estudian sus nombres, de ahí que la productora y directora Tania Balló (Barcelona, 1977) haya creado este proyecto multidisciplinar que comienza con el documental: http://www.rtve.es/alacarta/videos/imprescindibles/imprescindibles-sin-sombrero/3318136/ y que supone ponerles cara, conocer su obra, sentir que algo se arruga, un pequeño puñado de entrañas conmovidas por el olvido y el exilio al que fueron condenadas injustamente.
Así conocemos a Marga Gil Roësset, (1908-1932), la joven escultora trágicamente desaparecida, incondicional de Zenobia y Juan Ramón, tremendamente tímida pero capaz de utilizar como material el granito, lo que requería de talento y una asombrosa técnica.
A Concha Méndez (1898-1986), de quien dicen que su actitud vital hacía que la gente quisiera ser su amiga, campeona de natación, poeta, guionista, dramaturga, editora, impresora, la novia adolescente de Luis Buñuel... el documental muestra una grabación en la que Concha es entrevistada por su propia nieta y ella hace gala de una memoria y humor extraordinarios.
De Maruja Mallo ya he adelantado pinceladas al principio de esta entrada, pero se puede, se debe decir, que fue la mujer más original y transgresora de la España de los años veinte y treinta. En la famosa Escuela de Bellas Artes de San Fernando en Madrid coincidieron en 1922 dos de las mejores pintoras de la historia artística española: Maruja Mallo y Remedios Varo.
Ángeles Santos murió en 2013 a los ciento dos años, tuvo una vida familiar nómada puesto que su padre era funcionario de Hacienda e inspector de aduanas, importante pintora, reconocida como "niña genio",víctima de un mundo interior fuera de su tiempo, llegó a destruir sus primeras obras y dedicarse a una pintura más costumbrista, cedió para sobrevivir.
La más conocida de todas las mujeres que se presentan entre "Las Sinsombrero" es María Zambrano (1904-1991), Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, primera mujer en recibir el Premio Cervantes, con una Fundación que recoge su legado en Vélez-Málaga, lugar dónde nació. Pero no recibe el alcance necesario lo que para la historia del pensamiento filosófico e intelectual representa la figura de Zambrano, pieza indispensable para entender la evolución del pensamiento occidental del siglo XX. Pese a ello, de no ser por imperativo deseo particular de algún docente, no se estudia en las Universidades. "Más la vida necesita de la palabra; si bastase con vivir no se pensaría, si se piensa es porque la vida necesita de la palabra"
De María Teresa León (1903-1988) qué se puede decir que ella no haya contado ya en su magistral libro "Memoria de la Melancolía", ese fiel reflejo del exilio, una historia tan cálida y a la vez tan terriblemente desoladora. Ese libro termina así: "Aún tengo la ilusión de que mi memoria del recuerdo no se extinga, y por eso escribo en letras grandes y esperanzadoras: Continuará". Cuando por fin pudo regresar a sus raíces, bajar de ese avión del que solo recordamos a Alberti con su melena blanca al viento del Madrid que los recuperaba, ya era demasiado tarde para Mª Teresa, aquejada de Alzheimer no pudo identificar el ansiado momento, fue internada en la Residencia donde falleció poco después. Feminista, activista, ensayista, escritora, dramaturga, una de las personalidades más silenciadas y más importantes de la historia contemporánea española. Lo dejó todo por el poeta, un matrimonio carcelario, unos hijos, en una época en que la sumisión femenina formaba parte de la dote y estructuraba el mundo. Mª Teresa fue expulsada del Sagrado Corazón por querer estudiar Bachillerato y leer libros prohibidos. Se empieza a alejar de imposiciones a través de la escritura, relatos que firma bajo seudónimo y artículos con una clara vocacón de justicia social. En 1930 conoce al que será el gran amor de su vida, Rafael Alberti, la proclamación de la Guerra civil los sorprende en Ibiza, deben esconderse en el monte y vivir allí durante veinte días. Ya en Madrid ella, como personaje del panorama intelectual, se erige como una figura combativa y socialmente implicada:"La cultura es un arma que debe ser utilizada para convencer al pueblo de la necesidad de defender la democracia y la libertad ante el fascismo". Se le encomendó la protección de algunas de las obras más importantes del patrimonio artístico español que se encuentran en el Museo del Prado. Para ponerlas a salvo de los bombardeos empieza un tortuoso recorrido por los caminos de España. Aguantaron en la resistencia madrileña hasta 1939, en Argentina nace, dos años después, su hija Aitana. Mª Teresa León publicó en sus años de destierro más de dieciocho obras de distintos géneros. "Estoy cansada de no saber dónde morirme. esa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos?".
Rosa Chacel (1898-1994), Vallisoletana, sobrina-nieta de Zorrilla, educada por su madre en casa, nunca fue a la escuela debido a su delicada salud, de carácter reservado, discípula de Ortega y Gasset, irrumpe en el panorama novelístico (patriarcado absoluto) proponiendo una prosa diferente y rompedora, atreviéndose además con la poesía, el ensayo y la crítica. Pasó grandes penurias económicas en el exilio, aunque no por ello dejó de trabajar en sus escritos, sintió profundamente el fracaso del proyecto de la República en el que tanto creyó, pero no llegó a tener nunca nostalgia de un país al que ya no reconocía. Regresó en 1970 y le concedieron diecisete años después el Premio Nacional de las Letras.
La exaltación de la amistad en sus obras es un rasgo frecuente de todas estas autoras, capaces de crear un espacio común de fraternidad compartida.
Ernestina de Champourcín (1905-1999). A pesar de que Gerardo Diego la consagrara incluyéndola dentro de su antología: "Poesía española contemporánea" (1934) es una poeta desconocida. Vasca, de orígenes aristocráticos, educación bilingüe y refinada cultura, lectora precoz y apasionada descubre en las letras al autor que años después se convertiría en maestro y amigo: Juan Ramón Jiménez. De carácter autónomo y fuerte, comienza a publicar a los dieciocho años y frecuenta círculos políticos y sociales poco relacionados con su entrono. Surge en ella un incipiente feminismo del que reniega en alguna entrevista posterior pero que la identificará siempre. "¿Por qué no podemos ser nosotras, sencillamente sin más? No tener nombre, ni tierra, no ser de nada ni de nadie, ser nuestras, como son blancos los poemas o azules los lirios".
Josefina De La Torre (1907-2002).La única actriz del grupo, su legado poético se desvaneció durante años pese a no exiliarse nunca. Mujer polifacética, nacida en Canarias, moderna e idependiente, absolutamente ignorada como miembro indiscutible de la Generación del 27. Multidisciplinar: soprano, compositora, guionista, actris de doblaje... Publica en 1927 su primer libro de poemas apadrinado por Pedro Salinas. Participa activamente en la vida social del Madrid de los años 30 debutando como soprano en el teatro María Guerrero en 1934. En la década de los 40 consigue ser la primera actriz de la Compañía María Guerrero a la vez que da sus primeros pasos en la gran pantalla, no estando solo delante de la cámara, sino ejerciendo como ayudante de dirección y guionista. En 1946 funda con su marido, también actor, la Compañía Comedias, que estrenará quince obras teatrales, después trabajó en las compañías de Núria Espert y Amparo Soler Leal. Conocida pero no popular, ya nadie recuerda que esa mujer elegante y bella fue una poeta de vanguardia.Hace su última aparición en la serie Anillos de Oro en 1983. Fue la última voz poética del 27.
Estas son todas las mujeres que aparecen en el documental y configuran el grupo más notable de "Las Sinsombrero". Podrían ser muchas más (Consuelo Berges, Mercedes Lobo, Amparo Posch, Lucía Sánchez, Matilde Marquina...) pero nunca menos... son ellas como bandera de una época que cambiaría el rumbo de su tiempo. Un tiempo privilegiado en parte, de ebullición cultural y política, un tiempo creativo en el que coincidieron grandes figuras intelectuales y generaron un mundo que se expandía sin remedio hacia la luz. Finalmente las circunstancias no las acompañaron, pero jamás se rindieron, como dice la autora del libro y el documental, consiguieron ser ellas mismas en medio de una sociedad que tardó en aceptar que debía mirarlas cuando ya no pudieron negar su existencia.
Un fragmento de historia colocado sobre nuestra mesa con cuidado. Hay que abordarlo, por justicia histórica y por los retazos de memoria de los que todas y todos estamos hechos.
Este proyecto debería entrar dentro de los programas educativos formales, explicarles a los chicos y chicas que hay varios tipos de exilio, y que, por el hecho de nacer mujeres, "Las Sinsombrero" no aparecen en los libros de literatura. Por eso, qué menos que asomarse a este trabajo pulcro, bien elaborado, con la veneración dispuesta para aprender.
"NUESTRO CUERPO Y LA MELANCOLÍA"

Mención de Honor en el Certamen Nacional de cuentos "Antonio Reyes Huertas" 2008.
Luisito Ortega ha cambiado de rumbo.
Ha enrollado su esterilla y se ha marchado, no sin antes dejarme junto al colchón medio frasco de elixir bucal y unas botas que no son de mi número.
Cuando llega el buen tiempo Luisito se agobia entre cuatro paredes y busca la sombra húmeda de algún puente o el amparo de las encinas milenarias en los parques.
“Es que yo soy de monte”- suele repetir- “quieras que no, eso se nota”.
Ya lo creo que se notaba. Olía a rebaño cuando lo conocí.
Le expliqué que dormir en casas abandonadas y vivir en la calle no implica ser un guarro. Lo llevé al servicio gratuito de duchas y lavandería, y le enseñé los frascos de colonia que la gente tira a medio terminar. “Vámonos de rebajas, Luisito”, y entre la basura encontrábamos mil y una posibilidades para mejorar el día.
Es un tipo tranquilo que apenas tiene miedo de nada, de los que viven y dejan vivir. Con el tiempo hasta te respeta.
Un buen compañero, lo digo yo, que no me junto fácilmente con nadie y defiendo mi sitio a mordiscos si hace falta.
Él puede volver cuando quiera y sin pedir permiso porque nos aceptamos sin condiciones.
Suponiendo que Luisito trabajase, dentro de nada le llegaría la época de la jubilación y estoy seguro de que regresaría al pueblo si encontrase a alguien con quien echar la partida que no le recordase el pasado. Pero el puto pasado no está detrás de unos ojos ni en el bigote del vecino, lo espera en el punto kilométrico que arranca su vida, en una puerta, en una baldosa, en el río y en el colegio que cerró.
Son huellas y destinos.
Y nunca hay distancia suficiente.
Al menos no ver las caras ayuda. A mí me ayuda. Porque las olvido hasta ese punto en el que uno duda si existieron, entonces se hacen más livianas, excepto cuando irrumpen en la noche cerrada con la claridad de un relámpago y un segundo antes de despertarme, sobresaltado y cobarde, puedo darme cuenta que daría lo que fuese por volver a verlas sin que reparasen en mí.
No lo harían aunque me cruzase de frente con ellas o les pidiese limosna con las puntas de los dedos rozándoles el pecho. Imposible relacionar los ojos con la miseria. Esta barba tan poblada, los kilos de menos, el aspecto desastrado con el hombre que fui y que conocieron.
Sentirían naúseas en su estómago acondicionado, en su mañana de Universidad, de zapatos recién estrenados y café-tertulia con los temas encima de la mesa sobre los que ya no habito, que nacieron sin mí, a pesar de mí, libres.
Tuve una familia. Una hija. Una hipoteca. Padres, compañeros de trabajo. Un barrio. Vacaciones de verano. Un coche pequeño. Una colección de mariposas. Un frigorífico que congelaba demasiado. Un acuario con peces minúsculos que apenas eran una microraya en movimiento. Zapatillas de casa y cuadernos de autosilábicos. Fotos de la mili. Un amigo que me regalaba botellas de pacharán casero. Y una bicicleta.
Pero desde siempre, antes de la llegada meteórica de todas esas cosas y por encima de ellas recuerdo el sudor frío de mis manos. Una tumba abierta en el esternón para las expectativas.
Algo que siempre me provocó un terror mayúsculo: generar expectativas.
Aprobar los exámenes, saber cambiar pañales y aparcar a la primera, sazonar la comida en el punto exacto, leer entre líneas, ser el hijo que se espera, la pareja indudable, el padre ideal.
Los jodidos requisitos que hay que cumplir para que la sociedad te acepte.
Para que te quieran.
Cuando puedes parar un maldito segundo para sacar un instante la cabeza fuera del agua estás hasta el cuello de brazos que te aguardan, ojos que te buscan, y memorias que se graban tu nombre.
No avanzas porque estás encadenado
No puedes dar un solo paso sin oir los gritos de quienes te sujetan los tobillos.
A los tres años de nacer María pasaba más de diez horas en la cama y no me presentaba a ningún trabajo. Ya había tenido una crisis parecida al poco de casarme, superada no sé como, viendo amanecer en los hombros de Ana, agarrándome a la realidad de la radio, a los croissants del desayuno y a los amigos que venían a cenar a casa.
Quizás fue eso. Que no despegué los talones del trampolín.
Pero fui padre, y los esfuerzos no podían repartirse, tenían que estar centrados en la cachorra que gemía, en la cachorra hambrienta que sin saber hablar me sacudía con la mirada. Y había que conseguir que durmiese y velar su sueño. Había que engordarla, pesarla y darnos la enhorabuena. Fotografiarla junto a abuelos henchidos de orgullo, bañarla en una fiesta de burbujas, hablarle de los animales con onomatopeyas...
Trabajar exclusivamente para ella dejando nuestro cuerpo y la melancolía en el trastero.
La gran expectativa me colocó una bomba de relojería entre ceja y ceja.
No encontré a Ana.
Sus pasos apresurados desvelaban que no podía atender mis oquedades.
Trabajaba muchas horas y cuando llegaba a casa yo ni siquiera había conseguido poner en funcionamiento la lavadora. Unas cuantas tardes me olvidé de recoger a María en la escuela, tarea que tuvo que hacer mi madre en mi lugar llevándosela después a su casa para que la recogiese Ana ya cenada y con el pijama puesto.
No esperé a los reproches.
Era lunes, agarré el carro de la compra y lo llené de cosas inservibles para vivir en ninguna parte. Pasé por el colegio de María. Era la hora del recreo y a través de la verja la encontré sentada en el suelo, rodeada de niños, comiéndose sus galletas preferidas.
Por primera vez en mucho tiempo tuve claro que hacía lo correcto.
Tres años no son nada para acostumbrarse a vivir sin un espantapájaros.
No dejé ninguna carta porque cualquier frase hubiese sonado absurda y me daba vergüenza tratar de justificarme.
Eché a andar con la imagen del baby de María en la retina mientras escuchaba canciones eternas de patio de colegio.
Las calles me acogieron porque no son de nadie. No se deben a nadie.
No te esperan.
En esta casa duermo desde hace unos meses. Al principio me alojé en el primer piso, pero se derrumbó el suelo y tuve que cambiarme de planta. Es un caserón antiguo, de techos altísimos, que debió tener mucha vida en tiempos. Vida de ropa tendida y sereno dando palmas, de chiquillos saltando los escalones, cocinas de carbón y modistillas dejándose los ojos en bombillas de luz moribunda.
Todavían hablan las puertas.
Y los azulejos de las cocinas.
Aquí me encuentro a gusto porque su historia no me pesa, está tan extinguida como la mía.
Pueden pasar días sin que salga, acodado en una ventana o tumbado en mi colchón.
No necesito más que el tiempo transcurra sin contar conmigo.
Y para ello casi no me muevo.
Hoy me ha tocado discutir con Curro. Él se empeña en llamarse Curro Jiménez. Realmente ni conozco su nombre auténtico ni me importa en absoluto.
El sobrenombre le va que ni pintado porque como bandolero es único. Roba todo lo que puede al resto de transeúntes que coinciden con él, casi siempre está borracho y defeca donde todos duermen.
Hemos tenido varias broncas sonadas, con hostias incluídas.
En mi casa no va a entrar, eso que le quede claro.
No me fio de él y me jode que venga pisándome los talones.
En cuanto se va Luisito aparece él como gato herido que necesita cobijo sin dejar el rencor a la entrada.
Que te vayas, hostia. Que me dejes en paz. No quiero nada contigo.
Se ha burlado de mi enfado proponiéndome una noche de lujuria entre sus brazos y le he lanzado un escombro que le ha rozado la cara.
Antes de irse ha maldecido escupiendo en el suelo.
Menudo día ha elegido para venir a tocarme las narices.
Hoy mi hija cumple veinte años.
Alguien debería regalarle besos como bengalas.
Felicidades María, aunque no sepamos quienes somos.
Cumpleaños Feliz María porque nunca vendrás a buscarme.
En mitad de mi sueño veo a la niña del baby soplando unas velas, pese a estar dormido percibo una presencia a mi lado, pero no puedo abrir los ojos. Estoy invitado a esta fiesta de cumpleaños y despertarme sería una desfachatez... alguien ronda alrededor de mi colchón y vierte sobre mi cuerpo un líquido que huele endemoniadamente mal, luego arreglaré cuentas con estas botas de Curro que oigo tropezar y blasfemar, ahora no tengo fuerzas para despertarme...
Mi hija aplaude y ya no es la niña del baby, sino una mujer con risa de pájaro y vida de pájaro que extiende sus alas volando sobre mi cuerpo en llamas.
SABER PERDER

Antes de nada agradecer la atención y el interés suscitados por mi último relato colgado aquí: "El norte de los Fugitivos". Que los amigos nos traten bien es un deber, y que gente a la que no ponemos cara ni sabemos de su existencia nos animen a seguir a través de sus comentarios es un acto de generosidad, todo un detalle que en mi caso (que valoro tan pobremente y que le veo tantos defectos a mi escritura) supone conseguir el avituallamiento necesario para continuar caminando.
Esta nueva entrada quiere tratar sobre el último libro que he leído: "Saber Perder", de David Trueba. Me gusta más el David Trueba escritor que el David Trueba Director de cine (si es que son ocupaciones distintas, que no lo tengo muy claro). Demuestra una prosa rica en matices, contundente en personajes y emociones, en mensajes. Esta su tercera novela narra historias paralelas de supervivencia a través de tres generaciones distintas de una misma familia. Hay fútbol, sexo, música, un asesinato, gente que viene y que se va, que nunca estuvo, gente que decide y gente que no se atreve, gente que pasa desapercibida y otra que cruza la vida sobre una estampida de elefantes ... Todo imbricado en la misma trama, no son relatos independientes. Me gusta como trata la adolescencia porque no cae en tópicos generales, porque respeta procesos. Me gustan los adolescentes de esta novela y como afrontan lo que les pasa. Creo que es un texto muy bien trabajado, que mantiene el interés por su argumento hasta el final, con el que es difícil no engancharse a alguno de los personajes, encontrando cosas en común con ellos y ellas.
Una novela contemporánea, amena, decisiva, para no dejarla pasar. Las dos anteriores ("Abierto toda la noche" y "Cuatro amigos") también son extraordinarias (en la segunda, todos los apartados que uno de los personajes anota en servilletas de bar son pura poesía) pero esta tercera las supera.
Así da gusto, escribir subiendo el listón, y que los lectores acudan a este escritor viendo siempre superadas sus expectativas.
LA MUJER QUE YO QUIERO
“La mujer que yo quiero me ató a su ruta,
pero por favor no se lo digas nunca.”(Joan Manuel Serrat)
Supe que me había equivocado cuando la ví entrar en el funeral, pálida, con el pelo recogido, agarrada al bolso –siempre le gustaron los bolsos grandes- como quien se aferra al marco de una puerta durante un temblor de tierra.
Se abrió paso entre la gente saludando afectuosamente a unos y a otros, rodeándolos con sus delgados brazos de bailarina mientras tenía para todos un gesto cariñoso o la palabra precisa.
Cuando llego hasta mí ya había reconocido su olor a lilas.
“Todavía más solos, –me dijo tratando de sonreir- ahora se nos ha ído Chema”
Una oleada de tristeza trepó repentinamente por mi garganta, sentí unos irremediables deseos de abrazarla, pero me contuve y sólo la cogí de las manos queriendo decirle tantas cosas … Sonia tiró de mí en el mismo instante en el que a ella la requería otro grupo de gente. Una vez más había perdido la oportunidad de arrodillarme ante ella para pedirle perdón. Seguían secuestradas las palabras dónde nunca verían la luz que las hace válidas.
Chema ha significado el enlace a través del cual otearnos en la distancia , durante veinte años, hasta llegar a esta mañana imposible en la que despedimos al único amigo que ha podido soportarme a lo largo de tanto tiempo, desde que éramos muy críos y sin encomendarme a nadie decidí robarle a la chica que le gustaba y que se llamaba Ángela.
Desde donde me encuentro, la cabeza embotada por la alucinación de esta farsa y el insomnio, sólo puedo ver su nuca, pero si me prestaran ahora mismo un bloc de dibujo y un lápiz podría dibujar de memoria esta nuca de Ángela, sus talones pequeños, el lóbulo de su oreja izquierda varias veces perforado, los lunares de su espalda y hasta esa manera inconsciente de morderse los labios …
Es la memoria el único sitio donde vivir honestamente.
Hay demasiada gente en esta sala fria e luminada en exceso en las que nos hemos reunido para lamentar la gran putada. Se puede quitar de en medio a alguien de un plumazo, sin pestañear, este me sobra, aunque no hubiera cumplido los cuarenta y por fin tuviese un amor correspondido y grande, de su tamaño, que le daba cobijo y le hacía sonreir como nunca. No hay reválida, porqué, joder, si Chema siempre aprobaba tarde, en las siguientes oportunidades, cuando por fin encontraba hueco para meter la cabeza.
Lisa y Ángela se han abrazado como si la fuerza de ese gesto pudiera devolverles, durante unos segundos, al ser perdido. Es un abrazo que une el tiempo compartido, cuando Chema le presentó a Lisa como presentaba a todas sus novias, el hallazgo del milenio, la mujer ideal, y Ángela le alentaba, porqué no, claro que esta o la otra pueden serlo, deja que pase el tiempo … y Lisa había llegado con ganas de quererlo y que la quisieran, aunque fuese a través de un primer encuentro tan arriesgado, después de muchas horas frente al ordenador sin verse las caras, contando una extensión de bondades y unos defectos de andar por casa que me obligaban a tomarle el pelo, restándole a sus contactos por Internet toda la importancia que él les otorgaba.
Hasta que me ví siendo testigo de su boda y comprendí que Chema era un iluso, un enamorado de la vida sin condiciones, y la persona con más fe en las cosas y en las personas que he conocido nunca.
Siento angustia entre tanto hombro amontonado aquí dentro, me oprimen los fragmentos de conversaciones, los cuerpos que no saben donde colocarse, las lágrimas y los suspiros, tanta luz blanca y lo irremediable de la muerte. Categórica, indiscutible y humillante. De vez en cuando Sonia pasa a mi lado y me acaricia la espalda o me da un beso. No puedo decirle que se vaya. Vete, hoy no te necesito, no perteneces al mundo que se extingue, sólo los conoces de oídas, la “famosa Ángela”, como sueles decir con ironía, o “el bueno de Chema”, de oídas y de algún encuentro casual y rápido, poco más, ya sabéis que no mezclo épocas, que necesito una vida parcial y concreta, con separadores. Se ha empeñado en acompañarme, pero lo cierto es que me incomoda, está embarazada de seis meses y no debo contrariarla, tener que dar explicaciones sin saber además como hacerlo hubiera sido peor, así que la dejo pulular entre el gentío, es una buena relaciones públicas y sabe como adaptarse.
Sonia se instaló en mi vida hace dos años, una de esas veces en las que me canso de dar vueltas y pienso que me hago viejo y me acojono, y entonces quiero la rutina familiar de mis hermanos, presumir del brazo de una mujer escultural en las cenas de empresa, saber que alguien me estará esperando. Llegó en el epicentro del miedo y lo tuvo fácil, cuando quise darme cuenta canturreaba en la cocina mientras pelaba las patatas para la tortilla. No me importó y tampoco lo pensé demasiado. Cuando me planteó que fuéramos padres hasta me hizo gracia y me imaginé comprando un caballo de madera y una piscina hinchable . Porqué no. Con un niño no te aburres, todos los días son diferentes.
Casi me enfado con Chema, porque cundo le anuncié mi paternidad me miró como se mira a un corredor de fondo que no es capaz de controlar su respiración ni dosificar sus zancadas. “¿No vas a darme la enhorabuena?” le pregunté molesto por su silencio. “Claro hombre, enhorabuena, es que me has pillado por sorpresa …”. “Pues no se de qué te sorprendes, cuando se van cumpliendo años lo normal es traer hijos al mundo ¿no?”. “Huy, yo es que ya no tengo nada claro lo que es normal y lo que no …”
Pedimos unas copas y cambiamos de tema.
He imaginado cientos de veces la conversación en la que Chema le contaba a Ángela que yo iba a ser padre.
Nos la encontramos en la calle cuando a Sonia apenas se le notaba y nos felicitó sin matices en la voz, tan correcta y educada como una ascensorista. Fue cuando tuve que presentarlas: Ángela-Sonia, Sonia-Ángela. Sonia sació su curiosidad de conocer al mito y Ángela tenía prisa. Resultó amable diciéndole que le sentaba muy bien el embarazo, pero se pasó con el cumplido porque no sabía como le sentaba a Sonia no estar embarazada.
Los imaginé analizando mi labor paternal, desacreditándome, envidiándome porque el menos cabal de los tres fuese el primero en traer un hijo al mundo. No sé porqué, pero necesitaba creer que me habían dedicado ese tiempo desde el manos-libres del coche, o en casa al volver del trabajo. Porque habían construído una especie de burbuja excluyente, una estructura impermeable e ignífuga, con los cimientos de todos esos años en los que no tiraron la toalla del respeto y hasta continuaron queriéndose.
Ángela se abre paso hasta donde estoy trayendo de la mano al padre de Chema, del que he procurado huir a lo largo de toda la mañana. Pero así es ella, eficaz y consecuente, razones por las que la he aborrecido en más de una ocasión.
Jesús se abalanza sobre mí sin poder contener el llanto.
Se quedó viudo cuando Chema era un crío y ahora acaba de perder a su hijo.
Respondo a su abrazo con toda la fuerza de la que dispongo, y aún así, el volumen y la pena de este hombre consiguen tambalearnos.
“Ay Pablo, qué solos nos hemos quedado, con lo que os queríais …”
Mientras trato de consolarlo percibo las lágrimas silenciosas y cabizbajas circulando por el rostro de Ángela. Me ha dado siempre tanto pudor verla llorar que tengo ganas de salir corriendo, pero Sonia ha escuchado los ultrasonidos de emergencia y acude en mi ayuda, le presento a Jesús y ambos se sientan en un par de sillas agarrados del brazo.
Busco con la mirada a Ángela, pero ya no la encuentro.
Es posible, ahora que se han hundido los puentes, que no vuelva a encontrarla nunca más, le perderé la pista, no escucharé el eco, quedará tan lejos … Trato de buscarla porque quizás no existan más oportunidades de mostrarle mi exposición de palabras disecadas.
La encuentro sentada en la escalera de incendios, abrazada a sus rodillas, tan pequeña que no cuesta evocar el momento en que la conocí, a los dieciséis años, en aquel pueblo donde vivían sus abuelos y los de Chema, eran las fiestas y a mi amigo le da algo si no voy a conocer a la chica especial de la que me había estado hablando a lo largo de todo el curso. Llevaba un pantalón corto de color rojo, sus rodillas brillaban y no me dio dos besos. “Los besos hay que ganárselos” me dijo al ver mi sorpresa, puesto que a Chema lo había recibido efusivamente y a mí me tendió la mano.
Situado ahora a su espalda no me atrevo a acercarme, temo que se diluya si pongo una mano sobre su hombro.
-“Siéntate Pablo, no te quedes ahí …”
Acorta distancias con la facilidad de quien lanza un pájaro al aire.
Chema tenía razón.
Era especial, circulaba en bicicleta por todo el pueblo y se paraba, aunque fuéramos en pandilla, a intercambiar unas palabras con cualquiera, anciano o niño, perro, alguacil o cura. Estaba muy delgada, y al hablar nos miraba como intuyendo lo efímero de aquellos días. Le gustaba leer, trepar a los árboles, mojarse en el río anudándose la camiseta o subiéndose los pantalones.
Quise ganarme sus besos, tomarle la delantera a Chema, demostrarle que al fin y al cabo no era tan diferente al resto de chicas que conocíamos, un par de palabras al oído en un determinado momento, un paseo romántico, hablarles de la luna y de los solos que estábamos y … victoria segura.
Gané. No me importaron los monólogos nocturnos de Chema contándome como había proyectado enamorarla, ni esa baba que se le caía nada más verla.
Ni siquiera resultó difícil.
La noche en que se lo dije me partió un diente de un puñetazo. Nunca habíamos llegado a las manos. Esa vez tampoco. Sólo llego él. Jamás volvimos a tocar el tema, ellos continuaron siendo los amigos que nadie podía evitar que fueran, con toda esa complicidad y generosidad que tanto costaba encontrarme dentro y que repudiaba en los demás. Durante varios años mi historia con Ángela estuvo sembrada de intermedios, desencuentros y todas las chapuzas de las que soy capaz. Siempre sabía donde encontrarla, cómo recuperarla, alfombra roja para los pies de un orgullo imbécil.
Hasta el mismo día que cumplió veinte años. Llegué tarde a la fiesta, y sin regalo. Ella no me reprochó nada, pero de haber podido estrangularme con la mirada Chema lo habría hecho al primer vistazo. Ángela se acercó ofreciéndome un pedazo de tarta de chocolate sobre un plato de cartón, llevaba un vestido azul anudado al cuello, unos grandes aros de plata por pendientes y el pelo recogido sobre la nuca. Pensé que nunca antes la había visto tan guapa, y sentí el estudiado pretexto que debía poner por haber quedado con una exuberante cajera de supermercado. Iba a decirle que había olvidado el regalo en casa cuando se me adelantó: “Felicítame, hoy dejo de torturarme”. No entendía el juego y no quise parecer idiota. “¿Y eso?”. “Que se acabó esta especie de relación que no tenemos, me hace daño y no quiero seguir …” Aunque levantase los hombros como si no me importara me sentí abandonado. Empecé a echar de menos todas las cosas que sólo encontraba en ella, pero nunca fui capaz de decírselo.
Y ahora, en estas escaleras, con el amigo muerto que ya no podrá estirar los brazos para que adivinemos en ellos nuestras huellas, mientras desmayadamente Ángela apoya su cabeza en mi hombro debo decirle que hasta hoy cuando la ví llegar al funeral no me había percatado de mi equivocación. Las casas son gente, su oxígeno mezclado con el nuestro, sus ojos mirando lo que somos, sus manos reconociendo las heridas en nuestra piel … todo lo que habitamos está en el cuerpo de otra persona, y aunque podamos vivir en miles de sitios sólo reconocemos como nuestra una casa. Una sola casa.
Y es en Ángela donde debería haber vivido siempre.
Le voy a proponer que salgamos corriendo, que aún estamos a tiempo, la gran jugada de Chema, sus mejores cartas, la oportunidad definitiva …
Tiemblo ligeramente. Quizás ella lo ha percibido y por eso se incorpora.
“Entremos, deben andar buscándote…”
“Espera –me agarro a su mano para encontrar las fuerzas que no tengo- necesito decirte algunas cosas …”
En sus ojos templados y tristes brilla un asomo de curiosidad.
“Ángela como te diría … me he portado tan mal contigo … quisiera…”
Alguien abre las puertas de emergencia y ella suelta rápidamente su mano de la mía. Es Sonia, su rostro algo fatigado, su inapelable barriga. “Será mejor que entréis, van a empezar con las lecturas”.
Ángela se apresura a entrar mientras Sonia me espera para colgarse de mi brazo.
Lloro desconsoladamente por todo lo que deja de ser favorable.
Por el tiempo desperdiciado y las capas de cal sobre los argumentos baldíos.
Cómo puede uno hipotecarse por una casa que nunca sentirá como propia.
Ser tan cobarde.
Escondo la cabeza en el cuello de Sonia que no huele a lilas.
Estos poemas de Benedetti y Hernández que sólo Chema entendía…
Esta gente de cara vagabunda …
No quiero volver a ver a Ángela. No tengo llaves. Perdí las escrituras.
Algo me dice que ella comprende mejor que nadie lo que supone la muerte de Chema.
La sepultura definitiva de los días azules.
"EL DIALECTO DE LAS BRÚJULAS"

"Nunca ha sido de ley olvidar lo que somos"
("Vista Cansada"- Luis García Montero)
No sé por qué te sigo queriendo si hace tanto ya que no nos vemos ...
unos cuantos años creciendo como olas de un mar imposible.
Todavía puedo soñarte en medio de los 20,
con aquel color de piel
y esa cintura prodigiosa.
Pero sé que no me buscas,
ni me estás encontrando.
Tampoco yo te pienso
entre el gentío convulso de cualquier lunes,
cuando aprietan las horas
y una sola moneda
paga el café amargo de los compromisos.
Existe algo totalmente privado, invisible y libre
que nos permite descifrar todos los significados,
comprender el dialecto de las brújulas,
dejar que pase el tiempo para que tus hijos y los míos
almacenen equipaje
hasta ver partir los trenes desde nuestras pupilas.
Entenderán el tiempo habitado,
las señales encendidas, los poros,
la otra vida que no pudo ser
y que no nos hace mejores.
Porque soltar lastre
y dejar tirados los viejos zapatos
sólo es otra forma de andar el camino
intentando llegar hasta el final.
Aunque no me esperes
ni seas previsible,
dos desconocidos tratando de ahuyentarse,
pensando en zapatillas de casa
y en las visitas médicas,
en todos los días
que no procuraremos ser encantadores.
A dónde quiera que vayas
te acompañará un fragmento descosido de mi sombra,
un preámbulo de verano,
el tiempo inaudito y las campanas.
Porque detener la memoria es un suicidio colectivo.
Y yo no quiero ignorar
el sentimiento menudo,
la certeza de amueblar mis pasiones
como reliquias de un tiempo disecado
por un taxidermista miope.
No es necesario que gires la cabeza.
No voy a besarte.

"Las Bibliotecas Perdidas".
Jesús Marchamalo.
Editorial Renacimiento.
15 euros.
Si me lo permitís quisiera recomendaros este libro a todos aquell@s devotos de la literatura. Trata sobre curiosidades, detalles, manías y hábitos del proceso creador.
Recoge una selección de los reportajes publicados por Jesús Marchamalo en el suplemento cultural del diario ABC a lo largo de los siete últimos años.
Las blbliotecas de la guerra; los libros y el fuego; las maneras de titular; las obras malqueridas; la relación entre escritores y editores; la enfermedad del autor; el hábitat que necesita para trabajar; las obras malditas, póstumas o perdidas...
Está tratado con sumo cuidado, porque el autor, el escritor o escritora consagrados, el de antes y la de ahora, tienen perro, sífilis, idelogías, malos presagios, mala leche, números rojos y zapatillas de andar por casa. Es decir, que son de carne y hueso y esta obra los humaniza y nos los acerca.
Es una lectura amena y detallada en la que descubrimos cosas como que la residencia de Colette en París tenía las paredes forradas de seda roja, Marguerite Yourcenar coleccionaba piedras recogidas de la playa, o que Ramón Gómez de la Serna vivió en un torreón de la calle Velázquez en Madrid atiborrado de diversos objetos aparentemente inservibles comprados en el rastro.
La casa de Vicente Aleixandre resultó seriamente afectada por los bombardeos de la Guerra Civil y buena parte de sus pertenencias quedaron enterradas bajo los escombros. Miguel Hernández le consiguió un salvoconducto para regresar a la zona y tratar de recuperar algunas cosas. Aleixandre, enfermo y muy delgado fue conducido dentro de un carro de mano por Miguel Hernández hasta su casa. Poco se pudo recuperar, al menos la primera edición de su libro "Pasión de la tierra" y un ejemplar dedicado, también primera edición, de "Canciones", de Federico García Lorca.
Hemingway escribía a lápiz, sobre papel cebolla, y anotaba el número exacto de las palabras que escribía a diario. Luis Mateo Díez se considera un escritor de primavera- verano, época en la que puede escaparse más frecuentemente a su casa de la sierra madrileña para escribir sobre sus acostumbrados cuadernos de tapas duras. Doris Lessing necesita realizar a la vez varias tareas paralelas: comenzar a escribir, regar las plantas, fregar los platos, volver a sentarse para seguir hilvanando texto ...
Cuenta la leyenda que Juan José Millás le ganó al billar a Alejandro Gándara el título de su sexta novela: "El desorden de tu nombre". Y Borges solía decir de su amigo Eduardo Mallea: "Qué lindos títulos tiene: "La bahía del silencio", "Todo verdor perecerá"... lástima que se empeñe en adjuntarles libros".
El autor de "La Conjura de los necios", Jhon Kennedy Toole, se suicidó a los 32 años, en 1969. El libro fue rechazado por decenas de editores, sólo la perseverancia de su madre durante años permitió que finalmente se publicara en 1980. Consiguió a título póstumo el premio Pulitzer.
Y mucho más.
Literatura por principio.
Espero que os guste.

¿Por qué se titula el blog "Martes de Ceniza"?
Porque ese día le tocaba.
Porque me animé a embarcarme en esta aventura cuando terminaba de escribir un relato con ese título.
Porque hay martes que aún sin ser trece suponen un punto y a parte en una vida que ha tocado fondo.
Comprobarlo si queréis...
“... Y es que nada hay más frágil
que el equilibrio” (Carlos Goñi)
Martes, nueve y veinte de la mañana, Diana le da vueltas a su cotidiano café con leche que ya no le sabe a nada, rodeada de mujeres que vierten palabras amontonadas sobre los terrones de azúcar y la hipocresía de la sacarina.
La carestía de la vida, el reality de turno, los deberes de los críos, las mechas de una, el viaje que planea la otra ... conversaciones previsibles, fragmentadas por constantes interrupciones para hacerse escuchar más alto y más fuerte, atropellando a la compañera.
Ni siquiera se han dado cuenta del testigo mudo en el que se ha convertido Diana, tan dicharachera hace unas semanas, el alma de la fiesta de este desayuno-tertulia que se produce a diario tras dejar a los niños en el colegio.
Otras han tomado el relevo y parecen encantadas, como si empapadas por la lluvia hubiesen estado esperando la oportunidad de calentarse frente a una chimenea.
Tampoco le sorprende, sabe descifrarlas y descifrarse en ellas, no las reconoce como amigas sino como seres necesitados de un lenguaje y un espacio en común que las justifique.
Belén sí se preocupa por ella. La llama prácticamente a diario, después de comer o cuando han acostado a los críos. Necesitan dedicarse ese tiempo cansado y concreto, pero libre de urgencias, se aproximan la una a la otra con la facilidad de cuando llevaban aparato en los dientes y gafas de culo-vaso, aquélla época de los vaqueros de cintura alta anudados con un pañuelo, cuando utilizaban papel de cartas perfumado y los cines eran salas enormes en las que agazaparse en una esquina para dejarse conquistar por la gran pantalla.
Con Belén se puede llorar sin necesidad, hablar del tiempo como si se tratase de una operación a corazón abierto o preguntar porqué crees que ha dejado de quererme mientras se rebozan croquetas con los dedos pringados de tristeza.
Está ahí, como los olores o las canciones que secuencian toda una vida.
Eso reconforta, abre de par en par las ventanas y sacude las cortinas. Es aire limpio.
Porque lo peor no es que a Diana hayan dejado de quererla, que no hay avales eternos, sino que se lo han dicho. Así de claro, una palabra tras otra, con la ensalada de la cena en medio y el público del concurso de la tele aplaudiendo a rabiar. Ya no siento por ti lo que sentía. Joder, nadie siente lo que sentía veinte años antes ¿o sí?, las cosas cambian, los corazones adquieren otro ritmo, amas, lavas la ropa, dejas de trabajar para que la familia despegue, amas aunque ya no lo hagas como en la tienda de campaña en el Pirineo la nochevieja del noventa, te tiñes el pelo, compras mesas de diseño en lugar de improvisar picnics a la luz de las velas, que esto no es Central Park, das a luz y te haces fotos de estudio que podrían servir para un anuncio de colonia, amas, aunque haga frio y sólo pretendas un abrazo, una compañía tan pura como cuando nos escondíamos en el hueco de la escalera y se apagaba la luz, sólo eso, amas, pero sobre todo acompañas.
Pues resulta que el otro en un ataque de dignidad y descubriendo que hace tiempo que dejó atrás la treintena decide sincerarse y soltar por su boca. Partirte en dos. Descubrir la penicilina.
No ha conocido a otra.
Eso dice.
Diana quiere creerle.
No ha conocido a otra pero es posible que lo haga en cualquier momento, porque ha levantado la barrera, ha rociado con gasolina el suelo firme del cuarto de estar esperando que ella coja el extintor. No se va a ir. No quiere precipitarse. A partir de ahora todo puede suceder.
Y el miedo de vivir en un campo de minas se ha instalado en los párpados de Diana y en la rigidez de su sonrisa.
No te faltará de nada. Le ha dicho. Y por un instante ella ha pensado que era su padre quien le hablaba, su padre, su patrón, un jefe con el que pacta un despido ... nunca antes había sentido esta extraña y violenta sensación de pertenencia.
Si encontrase las fuerzas suficientes para salir de la sorpresa y el abatimiento le diría que ya nunca podrá restituir lo que le ha quitado. Su seguridad.
Desde ese día Mario sigue siendo Mario, pero vive en la casa como un huésped.
O como un ladrón.
Como si de repente apareciese en el periódico una fotografía de “SE BUSCA” en la que reconocemos al sujeto peligroso que describen y que en nada tiene que ver con la imagen que guardábamos de él.
Los niños no saben nada, pero Diana les roza con suavidad las mejillas porque siente sobre ellas el aleteo provisional de la espera.
Dos días después de aquella fatídica cena de viernes la llamó su hermana Charo, protectora y misericordiosa como siempre: “No te preocupes cariño, verás que pronto se le pasa la tontería ...” La cortó en cuanto pudo porque no tenía ganas de hablar y le dolía que se hubiese enterado tan rápidamente de algo que ni siquiera había comenzado a germinar. Recordó la afinidad entre cuñados y hasta llegó a pensar que quizás Ernesto, el marido de su hermana, supiera lo que le ocurría a Mario antes que ella. Pero no era momento para escalafones, el orden de los factores no alteraba el resultado final. De buena gana le hubiera contestado a Charo que difícilmente una persona deja de querer a otra para disculparse pasado un tiempo y volver dónde lo habían dejado como si nada. Ayer no te quería, pero es que estaba nublado, me ví mayor en el espejo y tuve miedo, pero hoy el cielo está despejado, ya no me aburro tanto contigo y no veas las ganas que me entran de seguir queriéndote.
Puede que Charo tuviese razón.
Puede que Mario lo considere y recapacite.
El problema es que no tendría porqué recapacitar y que es ella quien no va a olvidar aquella confesión. Hacía mucho que no decoraba la mesa, ni lo recibía tan bien vestida y con los niños ya acostados.
Mario le cogió las manos sobre el mantel y no esperó a que encendiera los candelabros ni sacara el asado del horno. Lo había meditado bien.
Ella se sintió ridícula, como una niña sin fiesta de comunión, no sabía donde mirar, y de repente le dio mucha vergüenza ver sus piernas enfundadas en medias de rejilla calzada con las zapatillas de casa. No podía levantar la vista de aquellas zapatillas de felpa rosas y blancas, le dio la impresión de estar siendo observada por una muchedumbre que se reía de ella, la misma gente que aplaudía en el concurso que emitía la tele.
A Mario se le quebró la voz. La soltó y se marchó al dormitorio, del que no salió hasta la mañana siguiente.
Diana se quedó en la misma postura, aunque con la punta del pie lanzó lejos las zapatillas. Vio pasar un programa tras otro, sin entender nada de lo que ocurría, sin llevar la ensalada a la nevera ni recoger la mesa. No se quitó la camisa blanca ni se soltó el pelo. Cuando amaneció se metió a la ducha y estuvo mucho rato bajo el agua helada. Antes de que se levantara nadie, metió toda la ropa de la noche anterior en una bolsa de basura, zapatillas, cena y accesorios de la mesa incluidos, y los bajó al contenedor.
Durante varios días no tuvo fuerzas para mirarse al espejo y descubrirse el desamor en la cara.
El café con leche de este martes no le sabe a nada, pero lo necesita.
Le da igual el alboroto montado por el resto de mujeres, le da igual lo que cuentan, quién se ha muerto, qué niño celebra la próxima fiesta de cumpleaños ... pero busca un ruido mayor que todos los ruidos que la sacuden.
Y necesita sobre todo que Eloy le bese la mano, como suele hacerlo cuando se encuentran en la cafetería. Fueron compañeros de instituto cuando nada resultaba previsible, y han vuelto a encontrarse tantos años después, en esta cafetería que forma parte de la cadena de establecimientos de la que Eloy es copropietario.
A ella le dio apuro encontrárselo el primer día, convertida en una mini-maruja profesional, con carro de la compra y todo, y él de traje, con esa sonrisa impasible generando confianza, como cuando eran críos y Eloy resultaba el confidente ideal.
Quiso pasar inadvertida, esconderse en el grupo, pero él la reconoció al instante y no dudó en plantarse ante ella y llamarla por su nombre completo. Diana Pallarés Torrubia. Sintió como se sonrojaba cuando le cogía la mano para depositar en ella un beso principesco. Evocaron brevemente el pasado porque él tenía prisa. Desde ese día se han encontrado fugazmente, en medio de los mil brotes de vida que despuntan al sol, pero nunca ha olvidado besarle la mano ni preguntarle si continúa escribiendo. “De vez en cuando”, miente Diana, porque hace mucho tiempo que no hilvana tres frases seguidas ni siente la necesidad de hacerlo. En el instituto dirigía la revista y había ganado un par de premios literarios para estudiantes a nivel autonómico. En Lengua y Literatura eran los mejores de la clase. Pero Mario y Sara se cruzaron en sus vidas y todas las referencias y los puntos de apoyo se hicieron trizas como sólo puede ocurrir cuando tienes diecisiete años y alguien se ofrece a cogerte de la mano, rodearte la cintura y ahuyentar el miedo.
“¿Sigues con Sara?” se atrevió a preguntarle Diana con la osadía que permiten los años desconocidos. “No, claro que no, aquello no daba para más, éramos unos críos... nos estuvimos carteando durante mucho tiempo porque yo he ído dando tumbos por ahí ... aún nos llamamos por Navidad, es una tía estupenda. ¿Y tú con Mario?”.
Todavía no había sucedido nada en el devenir de una relación acostumbrada y metódica, pero en ese momento a ella le hubiera gustado responder como él que lo dejaron porque eran unos críos y quedaba mucho mundo por descubrir ...
“Veinte años llevamos juntos, tenemos tres hijos...”
“¡Vaya!, eso rompe mi teoría sobre lo poco que pueden prosperar los amores adolescentes... Me alegro.”
El claxon de un coche anunció desde la calle el final de la conversación.
El grupo de madres que suele acompañarla sólo pareció reparar en Eloy el primer día, después habrán imaginado lo que deseen imaginar, pero nunca le han dicho nada. Tampoco tienen la confianza suficiente. Y es probable que guarden sepultadas bajo un muro de hormigón las posibilidades de una relación paralela o extramatrimonial que para muchas de ellas sólo debe suceder en los best-sellers americanos y en las comunidades de vecinos que no son la suya.
Diana le comentó a Mario el encuentro con Eloy, pero este apenas recordaba al compañero de instituto. Ella sacó una vieja foto para refrescarle la memoria y su marido la miró detenidamente, como si ni tan siquiera pudiera reconocerla a ella o a sí mismo. Finalmente asintió con la cabeza sonriendo irónicamente. “Qué pringao era el pobre, no le daba bien a ningún deporte...”
Al menos él me hubiera tratado de otra manera. De haber llegado juntos a un final hubiese sido diferente ... Le gustaría poder decirle a Mario si se repitiera la ocasión, pero llevan varias semanas sin cruzar más palabras que las justas en referencia a los niños. Violeta, la mayor, tiene diez años y se ha dado cuenta de que algo pasa, pero no se atreve a decirlo. Está pálida y apenas come. Diana ha intentado hablar con ella, aunque tampoco sabe muy bien qué decirle, como y para qué prepararla.
Iker va a cumplir ocho años. Siente predilección por su padre, demuestran caractéres similares, les gustan los mismos deportes y juntos forman un buen equipo. A Iker ni se le pasa por la cabeza que sus padres estén pasando por una crisis, y de tener esta consecuencias irrevocables tendría dificultades para asimilarlo.
Samuel está en segundo curso de Infantil, descubriendo el mundo con canciones viajeras y compañeros de otros países. A Samuel ya no lo esperaba nadie y a veces parece que nadie cuente con él. En casa desaparece durante mucho rato y Diana lo encuentra proyectando sombras con una linterna bajo la cama, o mezclando geles detrás de la puerta del baño para obtener extraordinarias pompas de jabón. Es un niño autónomo y feliz que sigue su propia estela.
Había vuelto a matricularse en la Universidad cuando se quedó embarazada de Samuel.
Había recuperado algunos viejos planes y desempolvado promesas de fin de año.
La organización de horarios parecía funcionar, las piezas del puzzle encajaban.
Pero le dieron la noticia y se quedó como quien baja del vuelo equivocado en un pais desconocido.
Mario le revolvió el pelo divertido, perdonándole la travesura y pasando por alto las lágrimas que pugnaban por salir de los ojos claros de Diana. “Anda que no te queda tiempo por delante para hacer miles de cosas...”.
Ella no quería hacer mil cosas, sólo unas poquitas bien hechas.
De los tres, Samuel resultó el bebé más tranquilo y complaciente, como tratando de ganarse un puesto desde el que partía en clara desventaja.
Con los años, la culpabilidad de Diana por no desearlo ha hecho que germine en ella un profundo sentimiento de respeto y admiración hacia ese niño que debe abrirse camino fuera de cualquier esquema, lejos de cualquier plan de familia preconcebida.
Se quieren como camaradas y entienden sus inquietudes al primer vistazo. Por eso estos días Samuel se acurruca junto a ella cuando Mario se va a trabajar.
Hoy martes los niños comen en el comedor del Colegio, Mario sale cuando aún no ha amanecido y regresa cuando los niños están cenando. No le sostiene la mirada, así que Diana ha aceptado la invitación de Eloy para comer, y vuelve a la cafetería vestida con un traje nuevo y subida en unos tacones altos que no son de mujer menospreciada porque no quiere parecerlo. Hacía tiempo que no se maquillaba y nota el ligero peso del rimmel sobre las pestañas. Viendo su imagen reflejada en el espejo al fondo de la barra piensa si no se le habrá ido la mano embadurnándose como una puerta, o disfrazándose sin ser Carnaval. Le invade una oleada de pánico y siente deseos de marcharse, pero la visión de comer sola en su cocina grande, blanca y silenciosa la coarta.
Nunca ha tenido una cita con otro hombre que no sea Mario.
Ni se le habría pasado por la imaginación.
Piensa en Belén, en sus reuniones con amigos y compañeros de trabajo, en sus cenas con viejos colegas cuando Lucas está de viaje y él mismo la anima a salir. “Qué pareja más moderna” opina Mario. Pero ella conoce a Belén y sabe que su manera de entender la relación de pareja y entenderse a sí misma no tienen nada que ver con la modernidad, sino con la confianza y la libertad de elección.
Seguro que en una situación como esta a Belén no le sudarían las manos.
Han ído juntas de compras, ella nunca hubiera adquirido estos zapatos, pese a gustarle tanto. “A partir de ahora vas a tener que dar el salto querida, lanzarte al vacío”, la animaba Belén.
No sabe si esta cita es lanzarse desde el trampolín con la piscina vacía.
Tiene tres hijos.
Casi cuarenta años.
Una licenciatura sin terminar.
Limitada experiencia laboral.
Ningún hobby conocido.
Fuma sin que Mario la vea y más desde que apenas la mira.
Va a la peluquería un par de veces al año.
Si su hermana alguna rara vez se lleva a los tres sobrinos ella dedica la tarde a dormir.
Les ayuda con los deberes.
Es una buena cocinera.
Una amante correcta.
No usa albornoz.
Apenas saca el coche del garaje. Le gusta andar.
Tiene pánico a las tormentas y fobia a las Navidades.
Un marido que ha sido el arquitecto de la relación y que le ha puesto una bomba lapa pegada al colchón. De no haber sido así no estaría hoy aquí, ni se miraría al espejo sintiendo tanta lástima...
Su mano juguetea absorta con el mechero cuando es atrapada por otra de conocida tibieza.
-“La puntualidad te sienta de maravilla”
Comen cerca, en un restaurante italiano, desempolvando el baúl de los recuerdos, volviendo de puntillas a la época de las oportunidades confusas y el tiempo engañosamente extenso. Ríen abiertamente, el vino es dulce y enmascara la realidad del despertador tratando de desprestigiarla.
Cenicienta mira el reloj, no debe olvidar las condiciones del pacto.
Calibra el tiempo que le queda y mira al hombre que tiene delante, y de repente, como si otra persona la usurpara, comienza a confesarse primero y a llorar después todo lo que no ha llorado en estos días. Y no se atreve a mirarlo por si acaso escapa corriendo, y le pide que la quiera, que la quiera mucho, que no la deje, que podrían intentarlo como deberían haberlo hecho hace muchos años, y que la perdone, y que qué pensará, y que no deje de besarle la mano cuando se la encuentre por las mañanas, y que quizás después de esto no quiera volver a verla nunca más...
Se le acaba el aire, ya no tiene ni saliva ni oxígeno para seguir hablando, y se apoya extenuada en el respaldo de la silla.
La sonrisa impasible de Eloy está ahí, no ha huído.
-”Vamos a brindar por los tiempos venideros una vez te hayas sacudido de encima todos tus fantasmas”.
Porque yo no soy tu escondite.
Ni sirvo para serlo.
Porque ni tú ni yo somos los de entonces ni nos parecemos.
Nada es lo que parece.
Enfréntate a la parte de tí que aún no conoces.
Y vuelve.
No sé si te estaré esperando.
Pero tú ya sabras entonces lo que vas a encontrar.
Algo así dijo, mientras ella se sonaba la nariz y los camareros recogían el resto de las mesas. Quizás fue lo que quiso entender, pero más o menos el resumen es ese.
Camina sola por la calle, ha guardado los zapatos de tacón en el bolso sustituyéndolos por unas bailarinas.
Le pesa el vino en la cabeza como le pesa el tiempo irrecuperable.
Se han despedido hasta mañana con un beso sincero en las comisuras de los labios.
Parecía sincero.
Hace calor.
Los niños están en sus actividades extraescolares, todavía puede esperar unos minutos sentada en el banco de un parque cercano al colegio. Sobre el césped varias parejas desperdigadas se acarician. Le entran ganas de hacer de reportera, inmiscuirse en el abrazo y preguntarles a ellas: “¿Qué cara le pondrías si veinte años después de este abrazo te manda a la mierda de buenas maneras?”.
El vino es atrevido e irreverente.
Suena el móvil en algún rincón de su bolso. Lo busca con torpeza y al no encontrarlo vuelca el contenido sobre el banco hasta dar con el aparato.
La voz de su hermana parece la de un agente secreto.
-”Corre a casa niña, yo voy a buscar a tus hijos, date prisa que Mario está haciendo la maleta.”
Despaciosamente vuelve a llenar el bolso con sus cosas y enciende un pitillo.
No se ve desempeñando el papel de mujer-dique seco ni mujer-muralla romana.
Mario ya ha tomado una decisión, aunque le costará descubrir donde guarda Diana las maletas ...
Ella invitará a los niños a cenar en una hamburguesería.
Mañana les contará lo sucedido como le gustaría que se lo contaran a ella.
Por lo demás, y aunque siga siendo martes, el pasado ha reventado a pedradas las ventanas del presente para que sólo el futuro pueda adivinarse en los cristales rotos.
INCONDICIONALES

-A VOSOTROS
Escribir sobre los amigos es, cuando menos, poco original. Y aburrido para quien está fuera del círculo y se ha perdido los mejores momentos de esa historia compartida.
Pero escribir sobre la amistad es también una cuestión de honor.
Un deber.
Y una grata "obligación". Porque es de bien nacidos ser agradecido, pararse un instante y decirles esas cosas que parecen innecesarias porque se supone que ya las saben ... Cómo no, para los que derrochamos palabras que salen encadenadas como pañuelos de colores del bolsillo de un mago, abrillantar unas cuantas y servírselas en bandeja de plata. No tengo más, no soy más que un espacio pequeño habitado por palabras.
Nos cuesta recordar con exactitud un rostro, un lugar determinado, lo que comimos ayer... pero una frase concreta puede suponer la herida que no se cierra o el beso que nunca acaba, una frase arrojada o regalada puede condicionarnos la vida. Ese es el poder del lenguaje, su eternidad, y no digamos si además va unido a una vinculación afectiva. En "Almanaque de Fabulador" (Luis García Montero/ Editorial Tusquets) su autor escribe: "Los amigos viven la mitad de nuestras vidas. O por decirlo de un modo más generoso, gracias a ellos vivimos el doble. Son la parte de nuestra vida que nos observa directamente. Nos regalan una confortable sensación de pertenencia."
Creo además que componen los pedazos de un alma fragmentada indispensable para la supervivencia.
Le damos tanta importancia a la amistad que desde que el ser humano nace tratamos de adjudicarle amiguitos. Los del jardín de infancia, los del parque, los hijos de nuestros amigos, su pandilla del cole, con quién se pone en la foto de curso, a quién invita a su cumpleños ... Uno crece, o no, apoyado en quienes le acompañan.
Lo difícil es calibrar, seleccionar las relaciones que nos compensan, esas con las que nos sentimos siempre en casa y las que no.
Apostar por la calidad.
Militar en el compromiso.
Tengo amigos a los que necesito llamar cada semana, saber como se encuentran, contarles mi monotonía que nunca es monótona ... y tengo otros amigos que se que están agazapados bajo el auricular del teléfono, viviendo vidas que en nada tienen que ver con la mía, leyendo los libros que yo nunca leería, lejos... pero inquebrantablemente amigos.
Tengo los pocos amigos que siempre quise tener. Saben como me afecta la lluvia y como me emociona lo pequeño, saben que el tiempo se escurre y todo lo vacía, por eso tratamos de detener la noria, cruzar el río, apostar sin dudarlo con los ojos cerrados...
Me he equivocado muchas veces, por eso ahora sólo me queda lo inequívoco.
Feliz Cumpleaños Eli.
"EL DRAGÓN AMERICANO"

También eres una promesa de Septiembre, ya sabes, donde todo perdura haciéndose infinito.
Es posible que nunca lleguemos a entendernos, que te gusten la sopa fria, los números, una urbanización a las afueras, con campo de golf, un concepto demasiado clásico de la vida, esto es lo que hay y las cosas son como son. ¿Te imaginas?.
Yo quiero un dinamitero.
Jamás podremos ignorarnos, este lazo nuestro, la gran goma extensible, está por encima de la propia vida y creo que tiene algo que ver con las herencias que no se tasan y con la sangre que no es roja, con lo que no elegimos.
Pero es que yo siempre te elegiría, en medio de la multitud, aquel, el del punto y aparte, el de los ojos como océanos de sorpresa, el que no me busca, el que me llama, el que sólo es él y yo lo sé aunque estuviera ciega, aunque me muriera despacio y completamente satisfecha, con la venganza de tu libertad en mi mano.
Yo quiero un poeta.
Aunque no escribas.
Contemplar la vida como un regalo y una oportunidad, como una cuesta en bicicleta en cuya cima siempre haya alguien esperándote. A ti, que me acompañas y me registras, que me brindas tu alegría espléndida para ponérmela en el pelo y echar a volar.
Uno de los dos podría helarse en un invierno demasiado largo y quizás el otro, persiguiendo esa calma primordial, la paz escurridiza, no se daría cuenta. Los relojes no funcionan igual para todo el mundo. Las cosas son importantes según agendas personales. No quiero imaginarme el frio, la necesidad de esos abrazos que ahora derrochas porque me amas absolutamente.
Yo quiero un hombre bello.
Más aún de lo que ya lo eres, el único hombre que me emociona y con el que aprendo a desaprenderme, buscando tiburones azules con la linterna azul bajo la cama, millonarios de un tiempo frágil, breve, pompa de jabón.
Desde que te conocí nunca he sido del todo infeliz.
Fundamentalmente quiero un hombre bueno.
Con rayos láser en los ojos y una infinita capacidad de amar, a ser posible.
Y si no, dame tu dirección, cítame en el campo de golf.
Y enséñame a jugar contigo, una vez más.

¿Qué decir de Lorca que no se haya dicho, murmurado, imaginado o inventado?
En mi opinión es uno de los mejores poetas y dramaturgos de todos los tiempos. Leía sus poemas cuando era muy cría y no entendía absolutamente nada de lo que decían, pero me parecía bellísimo como sonaban...
Los que me conocéis ya sabéis de mi pasión por Lorca y por Granada.
Aunque se ha escrito y se sigue escribiendo mucho sobre él, merece sobre todo la pena el libro "Recuerdos Míos" de Isabel García Lorca, hermana pequeña del poeta fallecida en 2002.
Una de las mejores cosas que me han pasado en la vida es poder leer "Gacela del Amor imprevisto" en el dormitorio de Lorca, sobre su escritorio, una mañana de Septiembre de 1998, centenario del poeta, en la Huerta de San Vicente.
Ahora tengo entre manos "La verdad sobre el asesinato de García Lorca, Historia de una Familia", de Miguel Caballero y Pilar Góngora, con prólogo de Ian Gibson. Incluye un documental extraordinario: "Lorca. El mar deja de moverse", de Emilio Ruiz Barrachina (2006). Es un trabajo de investigación que trata de aclarar aspectos sobre la muerte del poeta, enrraizándolos con la sociedad Granadina de la época y haciendo un exhaustivo estudio sobre los antecedentes familiares de Lorca y las estructuras que crearon.
¿Os podéis creer que en Granada todavía permanezca la estatua de Primo de Rivera y ni siquiera sepamos con exactitud el lugar en el que fue enterrado el poeta?.
El 18 de Agosto se cumplen 72 años de su asesinato.
Imaginad todo lo que hubiera podido crear de haberlo dejado vivir en paz ...
No quiero terminar sin olvidarme de Pilar y Sara y de sus gemelos: Acher y Lorca. A los cuatro, especialmente a Lorca, por llamarse como se llama, les deseo un camino lleno de luz y de poesía, porque todo el amor ya lo tienen. Seguro que descubrirán a Federico García Lorca y a Granada como sólo sus madres pueden enseñarles. Un beso.
¿Alguién tendrá la valentía, el tiempo y la fe para descubrirse y descubrirme entre tanta palabra?
No tengo mucho más para mostrar ... como un puñado de arena blanca escondido en el bolsillo... no tiene demasiada importancia, pero nos identifica.
"ESPADAS DE CARTÓN"
“Las cosas que vuelven del pasado no están vivas.”
Luis García Montero.
Cuando la miro no veo mi pasado.
Tengo un agujero negro en la memoria romántica de las cosas.
La escucho hablar del cambio climático, los anticiclones, la fuerte marejada ... y me parece un dibujo animado rodeado de símbolos que sólo los niños pueden interpretar; es alguien que se parece a otra, que me recuerda a aquella pero que no es, que me resulta conocida y a quien desconozco por completo.
Es una trampa, el juego sucio de la memoria haciendo sonar canciones de coro que creíamos olvidadas.
Tan sencillo como apretar un botón, a la hora de todos los días, el mismo botón de todos los días, con los surcos de las huellas digitales marcadas y la despreocupada espera recostada en el sofá. Salchichas alemanas para cenar, me apetece brócoli en la ensalada y no tengo, ni café, cómo podré sobrevivir a la mañana de mañana sin un café bien cargado ... Resultados deportivos, anuncios de coches deportivos, todo muy rápido, no sé si estoy en una máquina del tiempo con unas gafas de tres dimensiones o en un túnel de lavado, la sensación de ser arrastrado, vente con nosotros, saca tu VISA oro, desmelénate, salta sobre el colchón, cumple siempre veinticinco años, compra el cupón de la ONCE, ese no, el que toca, no bosteces en el autobús y mira a tu izquierda, es la mujer de tu vida, y tú pensando en las ampollas bebibles que te permitirán disimular los efectos de la resaca en el partido de veteranos ... Y Plum!, de repente Chas! y ahí estás, tú con una varita en la mano, ahora te dedicas a las artes adivinatorias, para mí que
mañana los niños irán al cole con botas katiuscas y luego les olerán los pies a plástico recalentado, soplará tal cierzo en el Valle del Ebro que a Peter Pan no se le ocurrirá jugar al Póker con Papa Noel en ningún tejado, y los pescadores de Levante no podrán salir a faenar, aunque se acuerden de tu madre y toda tu parentela, porque es muy bonito hablar cuando haces la compra por Internet y un coche de la Cadena te devuelve a casa todas las noches, donde tienes calefacción a gas y pezqueñines en el congelador.
Lo dejas todo patas arriba y te vas, como si nada, mientras me maldigo a mí mismo por no tener un mando a distancia que te quite de mi vista, yo también puedo hacerte desaparecer, la apago y ya no estás, ya no eras. Lo que yo decía, un dibujo animado que se borra fácil, como en una Velleda o en una pizarra mágica.
Suena el teléfono después del apetito que ya no encuentro y el brócoli que no me apetece. Sé que alguien me va a dar la noche aliándose contigo: “Sí, la he visto”... “Al principio dudaba si era ella” (mentira podrida, pero el teléfono no es una radiografía) “No, no sé ni me planteo como ha podido saltar de un triste Canal autonómico a la nacional ...” “Le debe ir muy bien, sí, perdona pero tengo gente en casa y voy a sacar el postre, un beso”.
Para seguir cavando el agujero negro, exactamente ahí, un agujero que se extienda y moldee como yo quiera, me pongo el abrigo sobre la ropa de estar por casa y me lanzo a la calle a comprar tabaco. Había dejado de fumar. Eso es tiempo pasado, en este mismísimo presente necesito un cigarro.
Elsa tiene la voz educada de una alumna de conservatorio, medida y bien timbrada, con la cadencia justa.
No le gustan las armas, nunca, o al menos hasta el nunca de antes, hubiera tenido un trabuco reluciente en una vitrina del recibidor, ni una catana afilada sobre el cabecero de la cama. Demasiado ostentoso e innecesario. Porque ella, para defenderse tiene su voz con el dispensador de agujas, su lengua-daga-puñal-navaja de barbero que no se mancha nunca ni se pierde en los barrios bajos, porque le sobra elegancia en el vuelo, en la sombra apenas perceptible, en la exactitud de sus palabras.
“¿Vienes a buscar la Bici?, pues qué pena, ya me había acostumbrado a tener una escultura en la galería; pensé que era tu legado, tu aportación a la historia de nuestra buhardilla.”
Fuimos cuatro compañeros de piso en aquella buhardilla : Edurne, Luz, Elsa y yo. Cuando se sucedieron las fases lunares, las rotaciones de la tierra y las de las tripas de cada cual, el espacio pasó a ser únicamente de Elsa, que decidió adquirirla con idea de reformarla sin prisas.
Habían pasado cuatro años desde la última vez que la ví hasta encontrarla asaltándome como chica del tiempo. Aquel día me esperaba asomada por el hueco de la escalera, llevaba un jersey de lana rojo con cuello cisne y el pelo casi recogido en una aguja de ganchillo. Aunque, como siempre, llegué hasta arriba con mucho esfuerzo y carente de una respiración normalizada, pude percibir su olor a colonia infantil y chicle sin azúcar. Me dio dos besos entrañables, como los que se le dan al primo del pueblo con quien se han vivido mil aventuras de verano, mientras cantaban las cigarras y un sol de justicia prometía horas interminables.
Traté de mirarla poco y hablar lo justo. Fui directo a por la bicicleta, recibiendo en el cogote las burlas de mis posters, que aún seguían colgados donde los dejé. Me dominaba la vergüenza de no haber ido antes, cuando el tiempo aún podía situar las cosas en su justa medida y nada parecía tan forzado, tan proveniente de circunstancias límite. Porque yo la quería tanto que tuve que cuidarme, hay que cuidarse cuando ya no se puede disimular más, cuando todo el mundo conoce las trampas del juego pero jura con los dedos cruzados en la espalda no cometerlas, y la población mundial te mira con una mezcla de compasión, cariño y abandono, como a un Mastín del Pirineo dejado a sus suerte en una gran avenida.
Mi vieja bicicleta que yo debía rescatar para ir al trabajo, ya no podía demorarlo más, lucía impecable y bien cuidada.
“No tenías porqué ...” Fue mi escueta manera de agradecérselo.
Ella hizo un gesto vago con la mano, restándole importancia, y mientras conducía por el pasillo la bici hacia la salida, bien engrasada, impoluta, sentí cierta envidia por no ser un objeto que alguien pasara a recoger fuera de toda fecha razonable.
Asomada de nuevo al hueco de la escalera le descubrí una mirada definitiva que me despedía para siempre, o quizás ella la descubrió en mí y me devolvió la suya, porque estaba claro que yo quería encontrar una vida sin su referencia, con personas, calles,
vasos, números de teléfono, películas, espejos de baño, plazas, bocas de metro, días sin luz, silencios despoblados, no compartidos, no comunitarios, no colectivos.
De ahí que me moleste tanto que haya alienado mi televisión. Porque mi tele está en mi salón, con los libros que me gusta leer y las fotos de mi-esta vida. El salón pertenece a mi casa, a mi hipoteca, a las bolisas de los calcetines que motean el suelo, a lo mal que tiendo porque además mi lavadora no escurre bien la ropa, al portero automático que descuelgo cuando quiero. Porque yo pensaba que por la puerta de mi cueva, de mi casa, de mi salón, entra quien yo quiero. Y entonces resulta que no, que esto es una película futurista y los viejos fantasmas navegan por la corriente eléctrica, aparecen en la pantalla del televisor convertidos en meteoróloga y te arruinan la vida. Santas Pascuas. Date por jodido.
No es necesario especificar todas y cada una de las bromas y chistes predecibles que me acompañaron en mi aventura de compartir piso con tres mujeres. Sobre todo al principio, claro. Uno, que había soñado, cómo no y porqué no, con tener un harén, adaptaba el sueño a la Europa terrenal y se conformaba con compartir colada, tendedor, frigorífico, “ya que bajas cómprame unos Tampax”, asesoría sentimental y de imagen, contabilidad y “Por favor, si llama tal o cual les dices que no estoy y que no sabes cuando voy a volver”. Debo reconocer que fue divertido y me sentí como pez en el agua. Al menos mientras parecía fácil. Las cenas eran el momento en que nos juntábamos los cuatro, las veladas se alargaban y madrugar al día siguiente para ir a la
facultad se hacía muy cuesta arriba. Yo, que en materia de estudios he ido siempre muy justo y nunca he sabido funcionar con los apuntes de los demás, me levantaba el
primero porque no podía permitirme el lujo de perder ninguna clase. Tenía sus ventajas, contaba con suficiente agua caliente para ducharme, desayunaba con tiempo, disfrutaba de un silencio tibio que reinaba en la casa y al que no estábamos acostumbrados, y sobre todo, podía contemplarlas. Así, dormidas y ausentes, con el pelo enmarañado, la boca entreabierta, la postura fetal o cruzadas en la cama, me parecían espléndidas, mágicas y vulnerables. Yo no traspasaba el umbral de la puerta y aguantaba la respiración, me hubiera gustado congelar el tiempo y protegerlas para siempre. De otra forma no lo habrían permitido. Los roles estaban claramente definidos, y aunque con identidades muy dispares, ellas eran mucho más decididas y resolutivas que yo, que me encantaba dejarme llevar, ser el chico de los recados.
Edurne y Luz eran pareja. Cuando me entrevistaron para ser candidato a la convivencia fue lo primero que me dijeron, seguido de un “¿tienes algún problema?”, que aunque sonaba dulce y sin matices iba acompañado de una mirada que hablaba por sí sola:”Si te supone problemas es que eres gilipollas perdido y no nos interesas”. Creo que me limité a negar con la cabeza, sin llegar a verbalizar que no me importaba en absoluto, aunque no llegaba a hacerme a la idea de cómo sería la convivencia con una pareja del mismo sexo. Al fin y al cabo uno venía del pueblo, dónde el lesbianismo era cosa de películas de yankies y novelas francesas, y nadie contaba en su currículum vitae con una tía, madre, hermana, vecina o amiga de esas características.
El día a día hizo el resto, no les ví levantar pesas ni llevar tatuajes legionarios en el antebrazo, ninguna tenía voz de camionero curtido ni esperaba a la otra bordando o haciendo una tarta de tiramisú. No sé de qué tebeo o fanzine me quedaron grabados semejantes prototipos, pero afortunadamente no se cumplieron.
El dato dejó de tener importancia, según las fui conociendo comprendí que estuvieran juntas, que se hubiesen elegido, no podía ser de otra manera. Se respetaban de una forma absolutamente admirable y envidiable para cualquier pareja al uso. Aquella mirada especial, mezcla de admiración y complicidad, no he vuelto a descubrirla en nadie más.
Y eso que se veían poco, tenían terrenos personales muy parcelados, estudiaban diferentes carreras de letras, defendían su independencia, pero se sabían, se elegían y se encontraban. La filosofía de la piel. Los tres primeros meses viví sólo con ellas. Era pleno verano en una ciudad asfixiante, asfáltica, poco atractiva. Me sentía muy perdido, descolocado, echaba de menos los caminos entre campos de cultivo, la tierra tan roja, los sonidos de las voces que me habían acompañado siempre. Debía llevar la nostalgia escrita en la frente, porque Edurne y Luz procuraban entretenerme y me llevaban de excursión para conocer la cara amable de una urbe que se me había tragado sin piedad, como la ballena a Pinocho.
“Cuando llegue Elsa congeniarás con ella, a todo el mundo le gusta Elsa”. La nombraban de cuando en cuando, para que no perdiera la referencia de una tercera compañera que estaba por regresar de su trabajo como au-pair en Londres. Yo las escuchaba entre las brumas de mi obsesión por adaptarme lo antes posible a mi nueva vida. Entonces era un nombre difuso, un nombre sin rostro, una presencia imaginaria que no pesaba, que no contaba, un turno menos para entrar al baño. La puerta cerrada del final del pasillo.
Lo que nunca debió dejar de ser.
No fue verla y que me temblara la campanilla. Ni me bloqueé ni la miré como si fuera un bizcocho recién horneado. Lo contrario quedaría muy poético, pero no sería cierto. Sí que es cierto que me asombró que fuese tan guapa, tan naturalmente guapa, no sé cómo decirlo, sin excesos, sin maquillaje ni aderezos extraordinarios, sin posturitas. Con una luz propia que la embellecía.
No me la esperaba así, la verdad es que ni siquiera la esperaba cuando sonó el timbre y yo me hice el sordo, enfrascado como estaba en organizar una pequeña biblioteca en mi cuarto. Edurne y Luz habían salido. El desagradable pitido insistió tanto que fui a abrir la puerta con bastante mala leche.
Llevaba una camiseta de tirantes masculina, gris, sobre la que cruzaba un gran bolso de cuero marrón; cada mano sujetaba una maleta de ruedas y el tremendo esfuerzo de haber subido cinco pisos con todo aquel cargamento le hacía parecer una Heidi adolescente en su primera visita a la gran ciudad.
“¡Hola!, seguro que eres Max, no te importa echarme un cable ¿verdad?”
En décimas de segundo me encontré arrastrando sus maletas tras ella, hacia esa habitación del final del pasillo que nunca me había preocupado. Tenía los hombros perfectos, morenos, la coleta desmadejada, a punto de deshacerse por completo.
Ella no cesaba de hablar y yo de mirarla y contestar monosilábicamente, tampoco me dejaba mucho margen. Saltaba de un tema a otro y se movía por la casa como si nunca se hubiese ido. “¿Mis chicas?, claro es que no quería que os preocupárais ni estropearos los planes, así que me he presentado sin avisar, ¿te gustan las sorpresas Max? A mí sí, las agradables, claro, las otras no son sorpresas, sino bromas de mal gusto. Por cierto ¿qué hacías?, ¿has quedado y te estoy entreteniendo?”.
No sé porqué, mientras se preparaba una tostada con mantequilla y mermelada, le contesté como si fuera mi psicóloga:
“Soy recién llegado, no conozco a mucha gente y me cuesta relacionarme”.
Quizás lo hice para que me mirase, para que empezara a reconocerme. Y lo conseguí, muy brevemente me miró a los ojos, los suyos brillaban, tenían el color del ámbar:
“Pues eso va a cambiar”.
Me adoptó. Cuando lo pienso, despojado y sincero, con la limpieza del tiempo transcurrido que ya no mancha ni sirve como moneda de cambio, sé que lo hizo desinteresadamente, contaba con el rasgo de la generosidad y lo ponía en práctica sin esfuerzo, así que decidió tirar de mi brazo, acompañarme, protegerme, presentarme gente, lugares, locales, artistas, callejones abandonados, silencios ignorados, luces que te transforman y se transforman aunque en apariencia sigan siendo las mismas.
Y cómo no iba a sentirme importante, y cómo no iba a querer que aquello durase para siempre. Aunque supiera que era imposible y mentira.
Porque el mundo no puede circunscribirse a una sola persona ni la vida es un solo tú y yo.
Pero resultaba tan confortable...
Cómo me ví definitivamente en sus manos y completamente dependiente no lo sé.
Llegué a perder todo lo que me dignificaba porque agoté y estiré todos los tiempos, hasta los que no lo eran.
Nunca hablamos de amor, de mi amor enfermo y amarillo, obsesivo y entregado por encima de los amores de Elsa, curiosamente siempre con hombres más mayores que ella, que quizás la tutelaban, como a mí, o era a la inversa, porque no perdió nunca aquel asombroso poder de seducción que la situaba en el centro, sin manierismos, tan natural y tan mágico. Su don.
Me abandonó, debo confesarlo, cuando me puse insoportable y la esperaba a oscuras sentado en la escalera. Se distanció completamente porque la miraba como si me debiera algo y en las conversaciones con Edurne y Luz le lanzaba ironías cargadas de desprecio que no sólo le molestaban a ella, sino a las tres.
El tiempo fue pasando más lento, más chirriante, forzado.
Cuando Edurne y Luz decidieron marcharse a ejercer de granjeras pirenáicas porque tenían un proyecto común, y se querían y podían intentarlo, yo me obcequé todavía más, las envidié y aborrecí su propuesta de marcharme con ellas a comenzar en otro lugar, a probar suerte al menos “porque aquí no tienes nada, no te retiene nada”. La cruel claridad de Luz trató de ser un aldabonazo definitivo que omití ganando puntos en mi vocación de escapista.
Después he ido a visitarlas, y aunque no me arrepiento de haber permanecido en una urbe que finalmente me ha conquistado y hasta ha borrado de mi memoria viejos olores familiares, sigo envidiándolas por lo que tienen y han sido capaces de mantener.
Yo me quedé. Seguí viviendo con ella y sintiéndola tan lejos, tan de puntillas, sufriendo sus ausencias de varios días, la falta del brillo ámbar cuando me miraba, la manera de ignorar que nadie mejor que yo, nadie como yo, nadie la querría como yo y esperando que se diera cuenta, justicia para los oprimidos, porque algún día tendría que darse cuenta...
Pareció que había llegado el día cuando milagrosamente se levantó antes que yo y preparó chocolate, bajó a comprar churros y croissants recién hechos, y trajo la prensa.
Sin lugar a dudas era un acto de conciliación.
“Verás Max, me gustaría saber qué planes tienes porque he decidido comprar la buhardilla ...”
Hasta ahí puedo leer. Dijo más, pero no lo recuerdo, sólo hasta ahí, mientras yo trataba de encontrar una solución desesperada en los posos del chocolate, algo que me hiciera parecer práctico y hasta inteligente, como si alguna vez hubiese pensado en la posibilidad de un futuro sin ella.
Me hice el ofendido, claro, qué otra cosa, le pedí un mes para encontrar otro lugar y aunque me dijo que no había prisa en quince días me había metido en una pensión cochambrosa digna de la peor víctima autocompasiva.
Tuvo que venir del pueblo mi hermana a sacudirme por los hombros y sacarme de allí, porque no era capaz de comprender que Elsa no me necesitaba, que nunca lo había hecho, que vivía sin mí, como siempre.
Trató de llamarme, de saber de mí, pero no quise las migajas, verme reflejado en sus migajas, alimentarme de ellas. Me busqué un par de trabajos y un piso para mí solo y sin escaleras, un entresuelo donde me hice experto en averiguar los estados de ánimo por el sonido de los pasos, la amenaza de lluvia por el color del asfalto.
Elsa se quedó en la memoria, petrificada y anacrónica, tremendamente bella.
Cuando fui a recoger la bicicleta creí en mis cartas marcadas, en la valentía del ignorante. Sólo con escuchar su voz en el portero automático comprendí que es de ilusos luchar con espadas de cartón, simplemente luchar, porque también se vence con la rendición ante lo absoluto, ante lo que no depende de nadie ni es de nadie y surge de un fondo desconocido y trepa como una enredadera para abrazarnos eternamente.
Mañana los cielos estarán nubosos y habrá viento de poniente. Las temperaturas bajarán apenas unos grados, pero la sensación térmica será de frio polar. Hija mía, eres única para dar noticias. Sigues magnetizando, uno se sienta frente a ti y lo mismo le daría oirte hablar de pingüinos o cerezas confitadas con tal de mirarte. Edurne y Luz
no hicieron bien su entrevista, aunque tenían cierta intuición: acabé siendo un completo gilipollas
Como me gustaría tomarme un mate contigo, sentados en aquella galería que amenazaba ruina, cuando tú todavía no eras la chica del tiempo y yo creía conocerte. Con el mando a distancia no podemos rebobinar la vida ¿no?, además ni tengo mando ...
Ahora puedo mirarte sin que lo sepas, sin saber quien eres, y pensar que algo se ha roto porque ya no suena igual, ni importa tanto.
Te sientan bien las isobaras y el tiempo limitado, enseguida vuelvo a mi realidad, al gato del vecino que se caga en mis macetas, a la música comprada en Círculo de Lectores, a las clases que debo preparar, con mucho de improvisación y película de aventuras para que los chavales no se aburran ni tonteen con el móvil.
Es mi presente Elsa, tengo un presente.
Tú te asomas de vez en cuando, y lo salpicas de algo parecido a la nostalgia, y me recuerdas una parte de mí mismo que he dejado de castigar por auténtica y oronda.
Ya no más agujeros negros.
Al otro lado de la pantalla la vida dura lo que un anuncio, cuesta como las botas de Beckahm, sabe a colonia de Navidad.
O así me la imagino, porque está más lejos de lo que yo creía y duele menos.
No puedo ofreceros mucho, acaso unas cuantas palabras que tratan de crear imágnes y emociones, si queréis ya me contaréis qué os parecen...
"LAS HIJAS DE IRENE"
1er Premio Certamen de Relatos Emilio Murcia 2007, en Villatoya (Albacete)
-A Merche,
Por las palabras y el recuerdo
que de ella siempre guardarán sus hijos.
La vida es una colección de muñecas rusas. Microvidas pequeñas escondidas una dentro de otra, insospechadas, acechantes, desconocidas. Nos vemos en ellas como trajeados para una boda, el disfraz a veces nos viene grande pero lo lucimos porque es Carnaval y ahora desempeñamos el papel de animadores de calle cuando antes, no mucho antes, fuimos oficinistas a jornada partida, corredores de bolsa o peluqueras con dedos caoba invadidos de tinte.
El destino aguarda esperpéntico parapetado tras las esquinas, una muerte segura , caducidad en los plazos, a la que seguirá un brote de vida minúsculo que crecerá en poco tiempo como las habichuelas del cuento.
Cuando Irene murió yo tenía cuarenta y dos años y a mis hijas, Aloma y Sol, de diez y séis años respectivamente. Me las quedé mirando como si las viera por primera vez, como si un vecino me hubiese encargado cuidarlas y se demorase en venir a recogerlas. Esa sensación tuve la primera mañana del resto de mañanas, una vez incinerada Irene, una vez fuera de velatorios, familiares solícitos, amigos que hace tiempo dejaron de serlo, llamadas encadenadas, luces de ficción y sueños imposibles porque estaba despierto, cuando las ví en la cocina ante su tazón de cereales, en la cocina de Irene, decorada por Irene, las hijas de Irene.
Sol no llegaba al temporizador del microondas y cuando quise ayudarla me dí cuenta de que no sabía exactamente cómo calentar la leche, no había puesto nunca una lavadora ni me había preocupado por las cuentas domésticas, el recibo de la luz, la calefacción, los gastos de escalera ... y si puede ser aún la quise mucho más, a mi compañera de instituto Irene, solícita y decidida como ella sola, valiente, tranquila, delgada, proyectando una vida en común que siempre salió más o menos rodada.
Nadie contaba con una deserción de ese calibre, ni ella misma, que se negó en todo momento a asumir los costes de una enfermedad que nos la quitó en tres meses.
Sol quedó como esperando el final de una historia que no terminaba de comprender, esperando un broche de princesas y beso de buenas noches, en la cara una sonrisa algo insulsa y aterida, narcotizada por la brutalidad de la sorpresa.
Aloma, de por sí seria e introvertida, palideció para siempre, su tez perdió la luz. En ocasiones la sorprendía mirándome con tal dureza que su expresión me sacudía violentamente. Por las noches, entre la cabecera de su cama y la mía sólo distaba una pared, la escuchaba llorar ahogadamente y aunque entonces pensé que era mejor dejarla y no quebrantar su intimidad hoy sé que en realidad desconocía qué decirle, cómo calmarla.
Dejé que pasara el tiempo y esa pared permaneciera ahí como el Ecuador entre dos países sin políticas de encuentro.
A veces he pensado si tendrá algo que ver aquel empeño mío de tener un primer hijo varón, para continuar la saga familiar y que llevase el nombre de mi padre y el mío. Cuando Irene se quedó embarazada – un embarazo difícil que la obligó a estar encamada la mayor parte del tiempo y con el que engordó casi 20 kilos- yo me dirigía al bebé en masculino y le llamaba Javier. Pero después nos dieron la noticia de que esperábamos niña y bajé al trastero las pequeñas camisetas de futbol que le había comprado y una gorra con su nombre. Nunca fui padre, con una u otra, de arremangarme a cambiar pañales, de paño de cocina al hombro ni delantal floreado, pero he jugado mucho con ellas y me las he comido a besos, porque nadie ha olido nunca como mis hijas, a gel de fresa, gominolas, leche tibia y azúcar. A dulce promesa de mañana.
Después de conocer a Aloma se me pasó la fiebre del chico y ni siquiera lo esperé ansiosamente durante el segundo embarazo. Con Sol todo fue más fácil desde el principio, Irene se encontraba bien e hizo partícipe en todo momento a Aloma de la importancia de aguardar y preparar el nacimiento de su hermana.
A mí no dejaba de sorprenderme gratamente aquella mujer, con un extraordinario olfato para la educación de las crías, capaz de organizar la estructura familiar de tal manera que todo encajaba, cada pieza en su lugar correspondiente.
Así que cuando murió fuimos tres fantasmas huérfanos pululando por la casa, tratando de averiguar que coordenadas debíamos seguir, cuales eran los puntos cardinales.
Sol, con esa capacidad innata que tienen los niños pequeños para adaptarse al infortunio, volvió a sus clases de ballet y a los cumpleaños de los compañeros, al hábito de chuparse el pulgar dormida y a contarnos las anécdotas del colegio los sábados por la mañana mientras aspirábamos la casa y cambiábamos las sábanas.
Faltaba alguien, pero ella había vuelto a su curso del río con la ausencia invisible pegada en el pelo, comprendiendo sin saber cómo, que las pérdidas irrecuperables pueden convertirnos en estatuas de hielo si tardas más de un tiempo prudencial en moverte.
No sé si entró hielo en las venas de Aloma, pero se encerró en la torre más alta de un castillo, siete vueltas de llave de silencio con una contraseña secreta que nunca pudimos adivinar. No volvió a traer amigas que durmiesen en casa el fin de semana, se mostraba discreta y educada como una estudiante de intercambio, sonreía cuando había que sonreir, decidía cuando había que decidir, pero no se saltaba los stops ni hacía puenting, dejó de parecer una niña de diez años. Y aunque aquello me preocupó no saqué nada en claro tras hablar con sus profesores y la psicóloga del Colegio. Era una chica responsable y trabajadora, tendente a la tristeza dadas las circunstancias. Ya se le pasaría.
En las vacaciones de verano vino Marga a pasar un mes con nosotros. Era la mejor amiga de Irene y madrina de Aloma. Se ocupó de las crias mientras estuve trabajando, las distrajo mucho y mi hija mayor pareció bajar la guardia durante un tiempo. Marga siempre fue un miembro más de la familia, desapareciendo y reapareciendo tras sus largos viajes de cooperante, inquieta y vivaz, menuda y ágil como Irene, con la que creció como si fuesen hermanas gemelas.
El mes de estancia acabó convirtiéndose en un verano entero que trató de parecerse y por momentos casi lo logra a un verano de verdad. Después volvió en Navidad, me ayudó a deshacerme de ropa y enseres de Irene que dificultaban mi resistencia. Hicimos las compras de Navidad y adornó la casa con las chicas. Le regaló a Aloma su primer Discman. No me enamoré de ella, pero terminé necesitándola, creyendo oir su voz cuando no estaba, anticipándome a la historia y concediéndole el puesto de sustituta. Tras jugar durante un tiempo a los parecidos y dejarnos llevar por la nostalgia, la amistad y cierta necesidad sexual brotando como el moho en las paredes de un acuario, Marga se fue para no volver –sólo años, muchos años después, casada con un joven dominicano con quien terminaría adoptando una niña rusa- y nos dejó varados y perplejos, con ese rumor angustioso que deben tener en las tripas los perros abandonados, porque pensábamos que todo era tan fácil como querer, todo tan simple como tratar de ajustar piezas que se parecieran a las auténticas.
“Al menos podría haberme invitado a irme con ella, o llevarme de vez en cuando ...” Dijo Aloma, el secreto de Aloma, la sed de Aloma y la madrina que dejó físicamente de ejercer, aunque le enviara cartas larguísimas y regalos estupendos a los que su ahijada jamás respondió.
Transcurrieron años con luz de lluvia mortecina. A temporadas yo pasaba en el banco más tiempo del normal, dejándome engullir por papeles y cifras que me aislaban de las piernas largas de mis hijas, de sus adolescencias llamando a la puerta como el cobrador del frac. Sentía sus necesidades y sus finos dedos de mujeres creciendo revoloteando por toda la casa como mariposas desorientadas. Temporadas en que las temía y las huía, sin verme capaz de acompañarlas, de charlar con ellas esperándolas de madrugada ante una taza de cola-cao caliente, como sin lugar a dudas hubiese hecho su madre.
Fue en el banco, alumbrado por un derroche de luz artificial, parapetado tras la mesa cubierta de trabajo inventado donde conocí a Úrsula. En los lavabos y en los ascensores, frente a la máquina de café me había llegado el murmullo sobre la nueva limpiadora y el promontorio de sus caderas, ¿se habría operado la boca? Esos labios tenían que ser operados ... Escuché todos esos flecos chismosos como noticias de un extrarradio lejano cuya realidad no me preocupaba en absoluto. De hecho no reparé en ella hasta que aquella frase afilada aterrizó en mi mesa: “Perdona, pero me niego a salir de aquí más tarde de lo que me corresponde sólo porque tú no sepas dónde ir”. La miré soliviantado y cansado, dispuesto a desempolvar alguna frase clasista sobre categorías laborales para ponerla en su sitio, pero me encontré con una sonrisa diáfana y unos ojos espléndidos que no compaginaban con lo que acababa de decir.
Era divertida y generosa, por momentos desorbitada, impulsiva, caótica, como si la vida fuese una batalla diaria en la que hubiera que luchar en primera línea de fuego sin pensárselo dos veces, para ganar la libertad de un gesto, la posibilidad de un minuto en compañía, dormir abrazados para soportar un lunes y volver a la carga con el secreto de la rotación del mundo engarzado en las pestañas.
Me enseñó que todos llevamos dentro un manantial sumergido de alegría con el que a veces es difícil topar, pero una vez que lo hallamos nos convertimos en sus incondicionales por los siglos de los siglos, porque sólo la alegría, como un niño que esconde un animalito en el bolsillo del pantalón, nos salva de la inmundicia.
Úrsula atesoraba ya una cantidad incalculable de muñecas rusas, esas microvidas superpuestas, incrédulas unas con otras, que configuraban un presente al que había llegado tras ser cantante de orquesta, dependienta de supermercado, promotora de vinos, esteticista, cuidadora de ancianos, dos veces casada y separada, mujer que tras recorrer la isla en la que nació y las de los alrededores había decidido mudarse al interior para descubrir la tierra que no conoce al agua salada ni parece necesitarla.
Olvidé mis cincuenta años atragantados y cerré los ojos, era imposible no dejarse llevar por aquella brisa nunca impuesta al que uno podía acceder sin compromiso pero sin servidumbre, con todos los sentidos dispuestos para disfrutarla.
Mis hijas sabían que mantenía una relación, se lo conté cuando resultó evidente sin pretender negociación alguna ni presentación familiar. Úrsula podía desempeñar cientos de papeles pero no el familiar, nunca se metió en casa ni trató de ganarse a las niñas, procuraba no preguntarme por ellas ni a la inversa, todas entendieron rápidamente la reconstrucción parcelaria que se estaba produciendo y los compartimentos que habitaban.
Aloma había comenzado Bellas Artes, cosa que me sorprendió puesto que nunca la había visto expresarse artísticamente. Se lo comenté de pasada a Sol, con quien se podía hablar sin retórica ni vuelta al ruedo y que abonaba con sencillez y esmero el terreno de la conversación: “Lo suyo es la escultura, no sabes que manos tiene.” No, no lo sabía, pensé en las personas del entorno de Aloma que conocerían desde hace tiempo su aptitud para la escultura y me dolió la exclusión como duele la espera. Traté de preguntarle y demostrarle mi interés, pero resultó forzado y artificial: “Ya te avisaré cuando haga mi primera exposición.” Y la ironía hizo una pequeña pirueta en sus finos labios de artista.
Pasé tres años con Úrsula sin mirar el reloj ni adelantar acontecimientos, saboreando la vida como un buen plato de comida a la hora del almuerzo. Una mañana de domingo, tras desayunar juntos en su cafetería preferida, pegados a un amplio escaparate donde el sol nos calentaba la espalda me propuso que tuviéramos un hijo. No se había decidido a quedarse embarazada con sus anteriores parejas porque no los consideraba preparados para la paternidad, me habló de la culminación de su reloj biológico, de sus necesidades y me dio un tiempo para pensármelo. Yo sabía que la propuesta era firme, que no me estaba vendiendo ningún coche destartalado como si fuera un deportivo impecable y que posiblemente nunca había sido tan sincera.
Pensé en todo lo que me había proporcionado esa mujer y rebrotaron no sé de donde, los deseos paternales de traer al mundo un hijo varón, asignatura pendiente que el destino me ofertaba como última oportunidad.
Por qué no, esta muñeca rusa sí que era bien grande, la madre de las muñecas rusas con mayúsculas, que albergaría el resto de mi vida insospechada con un Javier pequeñito cogiéndome de la mano en los pasos de peatones, ante un tiempo nuevo y lento, prometedor y noble.
La relación seguiría sin ser tradicional aunque yo le diese mis apellidos y cumpliese con mis obligaciones de progenitor. Consentí, hubiera firmado lo que fuese ante notario.
A mis hijas no les diría nada hasta bien adelantado el embarazo, así contaba con un tiempo extra para preparar algo que sonase coherente.
El caso es que tras varios meses de intentos Úrsula no lograba quedarse embarazada, su carácter diáfano y su teoría de la alegría se ensombrecieron un poco, estaba como asustada y se mostraba impaciente, nerviosa. Decidimos hacernos las pruebas correspondientes para saber a qué atenernos, y un veintiséis de Febrero, a mis cincuenta y tres años, tuve que leer varias veces el informe médico que certificaba mi esterilidad. Úrsula me miraba como si le hubiera robado el bolso o me conociese por primera vez tras haberle prometido por Internet ser más alto, más fuerte y con los espermatozoides adecuados.
Cogiéndome del brazo, yo tenía la sensación de no apoyar los pies en el suelo, me condujo hasta uno de esos bancos dobles en los que la gente se sienta espalda contra espalda. En el otro asiento una abuela y su nieto daban de comer a las palomas.
Úrsula se despidió de mí diciendo que me había convertido en un hombre sobrevenido que debía reorganizar mi vida, cuando todo estuviese en su sitio y yo admitiese mi incapacidad cada mañana como quien admite la calvicie ante el espejo podía buscarla y valoraríamos como retomar nuestra historia. Fue más o menos lo que me dijo, la plaza quedó desértica porque se acercaba la hora de comer, y la abuela y el nieto se marcharon vaciando su bolsa de migas antes de que pudiera cambiarles mi vida por la suya, antes de tener que volver a casa y llamar al trabajo alegando una enfermedad que me eximió del trabajo durante cinco días.
No logré pegar ojo en todo ese tiempo, estaba bloqueado, abotargado, incapaz de aplicar el término estéril a las fotos de comunión de mis hijas, a la de mi boda, al primer beso de Irene en el gimnasio del instituto, a nuestras relaciones sexuales, lentas, confiadas y placenteras. Y decidí contárselo a Aloma sencillamente por vomitar encima de alguien mi dolor y mi vergüenza. Supongo que también quería reprocharle toda su inaccesibilidad y su distancia como si no ser su padre biológico me exculpase de aguantarlas.
Sol tenía diecisiete años y se había ido de acampada. Terminaba COU y quería comenzar Magisterio Infantil, me preparó caldos y su credulidad asumió una gripe fingida como causa de mi postración; a punto estuve de soltarle la verdad alguna de las veces que me tomó la temperatura o se empeñaba en arroparme en exceso, sólo por ver volar de sus ojos el pájaro de la confianza, sólo para que temblase y fuera consciente en el tiempo que dura una palmada, de que la realidad es un beso envenenado.
Oí como Aloma aparcaba el coche sobre las tres de la madrugada, me levanté de la cama y la esperé como un espectro frente a la puerta. Realmente se asustó porque no me esperaba y yo nunca la había esperado. “¿Qué ocurre? Tienes muy mala cara...” Como las piernas no me sostenían y no creí poder hacerlo si la miraba de frente, entré en el salón y me dejé caer en el sofá mientras comenzaba un monólogo absurdo e inconexo que trataba de castigarnos a todos. No sé cuanto tiempo estuve hablando, sé que en algunos fragmentos se me quebró la voz en llanto y en otros me reí abiertamente, cuando terminé, Aloma estaba sentada a mis pies, y sus manos apretaban las mías, que sujetaban mi cabeza.
Hablamos durante toda la noche y el amanecer nos sorprendió tumbados en la alfombra, rodeados de cojines. Aloma lo sabía todo, o al menos sabía una parte importante, que su madre se veía a escondidas con otro hombre hasta el mismo momento de su enfermedad. Se encontraban en un hostal a las afueras, Irene llegaba la última y la dejaba jugando en el recibidor, con otra niña de su edad, hija de la propietaria del establecimiento, la tele estaba encendida pero sin sonido, había moqueta en el suelo y olía a alcanfor. Le prometió a Irene con los dedos cruzados sobre el corazón que guardaría siempre el secreto, aunque nunca viese al hombre en cuestión, aunque supiese, después de muerta Irene y a través de una carta de letra enfermiza y trémula que le metió en el bolsillo del abrigo el último día que la vió consciente, que aquel señor de los encuentros furtivos era el padre de las dos.
Aloma ni rió ni lloró, habló con un torrente de voz átona y madura que no supe de qué profundidad salía pero que respondía a la contención y a los silencios de toda su vida, no pude más que admirarla y tratar de comprender por lo que había pasado. “¿Qué vamos a hacer ahora?” Le pregunté. “Yo no pienso hacer nada, tengo claro quien soy y quién es mi padre, si a ti esto te supone un trauma irreparable tú verás lo que haces ¿de momento quieres café?”.
Sí, sí quería café, un café bien cargado en el que pudiera beberme su seguridad y su certeza, la templanza de las cosas que no elegimos pero nos eligen, el cielo abierto de los años venideros.
Aquella carta en el bolsillo de su abrigo de paño pereció tras ser leída con los ojos rabiosos y desorbitados de los diez años de Aloma, que ignoraron la dirección, el teléfono y el nombre propio que indicaba la posdata del papel. Después solo trató de continuar.
Y eso hago yo cada día, ahora que Sol me va a hacer abuelo por tercera vez, quince años después de la madrugada de las confesiones. Cuando todo parece perder peso y sólo importan los vínculos, el afecto sin ADN, la mañana en la que abrieron sus ojos de mujeres recién nacidas para abarcar su vida de muñecas rusas, su vida extraña entre personajes equivocados que no comprenden pero aman.
Están ahí.
Aloma en Nueva York, cotizada escultora, viene mucho a visitarnos y seguimos hablando de madrugada, en ese tiempo que nos unió, el tiempo que nos faltaba.
Sol, profesora de infantil, con sus gemelos de tres años y su nueva barriga en aumento, en sus ojos sigue intacto el pájaro de la confianza.
Están ahí. Son ellas, las reconozco.
Las hijas de Irene.
Mis hijas.