JUNTOS, NADA MÁS
Antes de llegar a Anna Gavalda (escritora y periodista francesa, 1970) me demoré en "El libro de Jonás", de Ramón Pernas (Lugo, 1952). Es éste, sin lugar a dudas, un libro peculiar, especial y un tanto extraño. Aunque ya sabemos que los menús literarios son a gusto de los paladares, y que lo que a mí me produce un tipo de sabor a otra persona puede parecerle exquisito, o no...
La primera parte del libro resulta casi perfecta. Armónica, bien descrita, anzuelo afilado. El ingrediente evocador de la niñez, la descripción de un suceso infantil en una plaza gallega durante la primera mitad del sigloXX... un recuerdo casi palpable, propio de una biografía novelada. Pernas se desenvuelve con la soltura de quien maneja el oficio narrativo con los elementos escogidos a conciencia. Después y a mi entender la cosa desvaría, yo hubiese preferido que me contase otra historia, de otra forma, pero él tenía muy claro el devenir de una novela que considero pierde aire, como un globo sin anudar, la calidad descriptiva se logra mantener, pero la trama se ramifica hacia lugares que poco tienen que ver con el inicio, rebuscados, sin encanto y sin resultado.
Pero llegó ese rincón del mundo que es mi librería de segunda mano, mi madriguera perfecta, ese lugar que siempre te espera. Y me enseñó a Anna Gavalda. Y ayer terminé "Juntos, nada más" (2007)... demoré cuanto pude el final, no quería acabarlo, no quería desprenderme de los personajes, de la casa en la que comparten su vida seres tan distintos y sin embargo afines, de los diálogos, del amor, no soy yo de hablar de amor a tumba abierta, pero es que este es amor del bueno, oigan, del cotidiano, del necesario, incondicional, vital, desinteresado, honesto y capaz. Sólo eso.
Cuando hay demanda hay cine. Novela convertida en argumento cinematográfico. Yo no he de verla, aunque es difícil que una historia tan sencilla, tan hermosa, tan comprometida y tan verdad se acabe convirtiendo en un fiasco, tiene mucho andamio del que poder agarrarse. Pero yo quiero imaginarme a Camille con sus cuadernos de pintura, hecha un ovillo en el sofá, cogiendo el metro, soportando a su madre a duras penas... y a Philibert con su porte aristocrático y su timidez de niño acosado abriéndose al mundo desde su tienda de postales... a Franck troceando verduras y batiendo natillas, siendo lo único que podía ser para sobrevivir, cocinero, y quiero imaginarme su moto y sus manos, cómo escucha música y cómo pescaba cuando era pequeño...la gran Paulette en su jardín, al sol, visitando museos con Camille, tejiendo bufandas, queriendo cómo se quiere cuando respiras o cuando andas, imperceptiblemente.
La novela es un milagro. Un pequeño milagro escondido en una historia de seres invisibles. Que casi nunca están, que apenas se quieren, que se temen a sí mismos... pero muy en el fondo guardan algo que les ayuda a continuar: generosidad y empatía. Resucitan porque el azar, o no tanto, les conduce a elegirse y a vivir juntos. La lealtad te convierte en familia y ellos crean una peculiar, enternecedora y única.
París ayuda. Y saber escribir. Y manejar los tiempos. Y las emociones.
"Estaba en la barra de un bar frente al restaurante en el que había quedado con su madre. Extendió las manos a ambos lados del vaso, y con los ojos cerrados, empezó a respirar muy despacito. Esas comidas, por muy espaciadas que fueran, siempre la machacaban por dentro. Terminaba hecha polvo, tambaleándose, y como desollada viva. Como si su madre se dedicara, con una meticulosidad sádica, aunque probablemente insconsciente, a levantar las costras y volver a abrir, una a una, miles de pequeñas cicatrices."
La historia tiene fragmentos con los que resulta difícil no llorar, reir, recordar, conmoverse, conectar... la historia también es, en ocasiones, la mía, y conseguir eso, la identificación, es la excelencia de la novela, lo que la convierte en innolvidable.
Gracias, Anna Gavalda.