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"LOS DÍAS DEL ARCO-IRIS"

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"Nico ha visto cómo se llevaban a su padre (profesor de filosofía) delante de toda la clase y sabe que tiene que hacer dos llamadas y esperar. Lo llamaban el plan Baroco. Su enamorada, Patricia Bettini, hija de un conocido publicista, le acompaña y, sin apenas darse cuenta, impulsa a su padre a escuchar las voces de la gente y participar en una auténtica rebelión. Juntos y con un acto imaginativo, lleno de humor, abren el camino a la libertad". 

La penúltima novela de Antonio Skármeta (Antofagasta, Chile, 1940) resulta tan entrañable como la foto de autor que aparece en las solapas de sus libros.  En ellas se asemeja a un payaso vocacional y noble viajado de feria en feria, y es su ternura la que consigue convertir sus historias en narraciones inolvidables para ser transmitidas generacionalmente, y que no se pierdan.

"Los Días del Arco-Iris" (Premio Planeta-Casa de América 2011) recuerda un poco a "Kamtchatka" (película española-argentina, 2001, dirigida por Marcelo Piñeyro y protagonizada por Ricardo Darín y Cecilia Roth) y al resto de historias basadas en el pánico y la miseria que provocan las dictaduras, en este caso la del General Pinochet.  La novela rinde homenaje a los que resistieron sin rendirse, a la memoria colectiva, tan necesaria en cualquier lugar, a la creatividad, al compromiso, fundamentalmente a la libertad, que germinó, que germina imparable, a pesar de los pesares, por su condición natural.  Ya digo que no es una bandera, sino una fábula encantadora sobre el cauce de los tiempos, sobre tendernos la mano y tratar de cambiar las cosas sin grandes elocuencias ni actos magnánimos, desde el interior de cada uno.

Considero esta lectura más favorable para nuestros estudiantes de bachillerato (con sus correspondientes foros de discusión posterior) que otras de obligado cumplimiento que no provocarán, ni de lejos, avidez lectora.  Esta narración otorga pensamiento crítico aunque no quieras, hay que posicionarse, colocarse en el lugar del otro, comprender que no hay fronteras, que nos unen más cosas, muchas más, de las que nos separan, porque "Los Días del Arco-Iris", pasa, con sus elegantes puntas de bailarina, sobre bastantes aspectos cotidianos de nuestra sociedad que nos cambiarán de lugar y hasta de estómago.

Álvaro Pombo estaba en el jurado que otorgo el Premio a la obra definiéndola como un acto de reconciliación y una gesta colectiva emocionante.  No puedo estar más de acuerdo, sus personajes enamoran, como lo hicieron en la ya mítica "El cartero de Neruda", 1985 (reconocida como una de las mejores novelas del siglo XX, de la que existen más de cien versiones en el mundo) o en "El baile de la Victoria", 2003 (Skármeta colaboró con Fernando Trueba en el guión de la posterior película).

El título proviene de una canción de Nicola Di Bari (ganador del festival de San Remo en 1971 y 1972, el de "La piú bella del mondo"):

Eran los dias de un 
lindo arcoiris 
se iba el invierno 
volvia el sereno, 
brillaban tus ojos 
de luna y estrellas 
mientras una mano 
rozaba tu piel

 

Buena Lectura: http://www.slideshare.net/marioyo/skarmeta-antonio-los-dias-del-arco-iris

 

03/12/2012 11:27 Puri Novella Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

"AMBIGÚ"

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Digamos sí a todo lo que fuimos”

( “El fuego de la noche” Ángel Guinda)

 

 Aunque María Virto parezca nombre de actriz Mejicana ella había nacido en un pequeño pueblo de La Mancha, seco y frío, donde todos los niños mostraban cicatrices de pedradas y sus madres canturreaban camino del lavadero, con el destino escrito en las palmas ajadas de sus manos y bajo el nudo del pañuelo.

Le gustaba recordar su pueblo tanto como la comida sin sal o el agua del grifo.

Nada.

Cerraba los ojos ante cualquier alusión, necesitando eliminar esas imágenes raudas y nítidas que componen el recuerdo.

María Virto había vivido tantas vidas que en una sola no cabía toda su historia, la cronología de los años no le hacía justicia, ni se correspondía con el orden lógico de las estaciones y los calendarios.

Era una mujer diferente en un contexto que la extrañaba, alguien siempre fuera de lugar, pero especial y extraordinaria al mismo tiempo, como un pájaro tropical entre los gorriones del parque.

Cuando sus padres, hartos de oírla decir que el pueblo se le quedaba pequeño y quería conocer mundo, otros idiomas, estaciones de tren, cafeterías donde las mujeres tomaban el té en un revuelo de faldas y sombreros, le pusieron las maletas en la puerta, jamás pensaron que no volverían a verla. Sus hermanos la miraban entre sorprendidos y asustados, Jonás, el pequeño, que nunca se cansaba de oir sus historias sobre viajes transoceánicos, barcos hundidos y tesoros por descubrir, fue el único que reparó en que la hazaña no se iba a quedar en escarmiento, porque la conocía, y sabía de lo que era capaz.

“Escríbeme”, le pidió gimoteando, limpiándose los mocos con la manga sucia de la camisa. María le revolvió el pelo con un fugaz asomo de nudo en la garganta, “Pórtate bien” le dijo.

Y se marchó.

Su padre auguró que al caer la noche regresaría cabizbaja, pero a pesar de que salió a buscarla, candil en mano, esa noche y las siguientes, ya no pudo dar con ella.

Los quince años de María habían organizado una huída en toda regla, propia de un concienzudo estratega, acompañada por el hijo de los boticarios, que andaba loco por la promesa de unos besos que nunca obtuvo, y que lo llevaron a seguirla hasta el apeadero del pueblo contiguo, sin atreverse ya a subir al tren correo con ella, que desde el escalón le dijo adiós con una mano fina y larga desbordada de alegría.

Tenía tan claro que nunca regresaría que no sintió miedo ni una sola vez, una fuerza incombustible la empujaba hacia delante, hacia delante, ahora es el momento; no cedió a los envites de la nostalgia, la nostalgia se parecía a claudicar, a mezclar las emociones con el alma y perder energía, y, sinceramente, no podía permitírselo.

Había bailado tanto a escondidas en cualquier rincón, hasta en el campanario de la iglesia, que tenía las piernas esbeltas y bien torneadas por el ejercicio, piernas de bailarina rematadas en aquellos zapatos que se abrochaban con una pequeña tira cruzando el pie y sonaban a promesa, y a claqué.

Falsificó tantas veces su fecha de nacimiento que llegó a creérsela, y a pensar delante del espejo que había hecho un pacto con el diablo para que el tiempo no la maltratase con alevosía.

Bailó en los cabarets y salas de fiestas (Cielo Azul, Candilejas, Topacio, Quinta Avenida, Olimpia, Estrómboli…) de todas las ciudades importantes, bajo uno de los seudónimos inventados durante las tediosas tardes de la infancia, cuando las tareas del hogar se multiplicaban sin fin. Pudo ver su nombre ficticio en letras de neón, aunque sin sentir ese vértigo emocionante que esperaba, quizás porque las luces enseguida se fundían, o porque no se reconocía entre las letras que la llamaban.

Supo defenderse sola, quitarse de encima imitadores de galán, galanes, enamorados unos pocos, casados la mayoría. Acostumbrarse a ser dueña de su intimidad la convirtió en centinela de guardia.

Pero hasta los más avezados guardianes sufren despistes, dan una cabezada y cuando despiertan el fuego ha atravesado la muralla.

Fuego puro fue su relación con Vicente Fresneda, aquel hombre con ínfulas de gobernador civil, soltero pero reconocido por sus múltiples amantes, aunque siempre le jurase que ella era la primera de todas, sin parangón.

A María no le gustaba verse acodada en la ventana del piso que él le puso, lejos de hostales y alquileres, esperándolo, o contando las horas en su camerino, ante la promesa de pasar a recogerla, que se rompía según los compromisos del momento, quedando plantada y desmaquillada frente a los espejos que nunca perdonan.

Pero qué otra cosa podía hacer si los brazos de ese hombre suponían estar sujeta a la tierra y por una vez en su vida, quedarse quieta, no escapar.

Le confesó que estaba embarazada una noche de gran luna y ventanas abiertas, todo en calma, sólo él fumando en pipa, sentado en la mecedora y sin perder su media sonrisa. Se puso junto a ella en la cama y le acarició las rodillas, sólo es un contratiempo, le dijo, yo me hago cargo, le dijo, además cómo podrías garantizarme que es mi hijo, también le dijo… era un tipo rápido que supo frenar el golpe que María quiso propinarle con el vaso que descansaba en la mesilla.

“Sé buena y no me la juegues”…cuando se despidió ya no sonreía.

De la noche a la mañana se quedó sin trabajo sabiendo que no se trataba de una casualidad, dejó el piso pero no devolvió ni uno sólo de los regalos que Vicente le había hecho, eran tiempos difíciles y podía necesitarlos.

Había ayudado a su madre en el parto de sus hermanos pequeños, así que supo lo que debía hacer, la niña nació sin demasiado esfuerzo una madrugada calurosa en la que se tiñeron de rojo las grandes baldosas blancas del cuarto de baño y el cuerpo elástico y hermoso de María se sintió quebrado y débil.

La envolvió en un chal suyo y la puso cuidadosamente dentro de un cesto, a las puertas del hospicio. Aunque se prometió no mirarla no pudo evitar rozarle con los dedos la carita tibia, y aquel gesto se le grabó para siempre en la memoria táctil del recuerdo. Además de la niña, dentro del cesto descansaban las joyas de los últimos años, que supuso darían para unos cuantos botes de leche y trajecitos, y una nota que simplemente contenía escrito el nombre de Sara, porque un nombre ya es tener algo, ya es poder entrar en la vida.

De allí se marchó a la estación, de nuevo tierra de por medio, volver a empezar no es del todo complicado si se guarda un mapa en el bolsillo, si se confía en la huída.

Ya era una experta en reconstrucciones, volvió a trabajar, a los tacones, a las escaleras, la pedrería y las plumas, ante un público que parecía formar parte del decorado de los locales, y que la trataban como si fuese un familiar, a veces con todo el afecto del mundo, otras con desgana.

Por los hombres se dejó querer sin más, supo no dar problemas, trató de oir sus promesas como quien escucha caer la lluvia en la ventana y sabe que pasará.

Cuando echó al último ya tenía los pies y el alma de una mujer que llega a casa, enciende una luz y bebe un tazón de sopa frente al televisor.

Cambió el escenario por el guardarropa de los teatros, desde su nueva atalaya comprobó que la vida es cíclica y varía poco, abrigos de lujo, trajes de fiesta, compañías prohibidas… más de lo mismo, direcciones contrarias.

Llegó a la residencia pletórica, tocaba el piano, volvía a revivir alguna de sus actuaciones, mientras el resto de internos la miraban embobados y aplaudían a rabiar ella lanzaba besos, o violetas de papel, como si se tratase de una artista invitada. Después se replegó, dentro de sus chaquetas y envuelta en sus chales se quedó al margen, volviendo a la realidad en algún instante preciso y concreto, puro formulismo.

Cuando aquella chica preguntó por ella estoy convencida de que María la reconoció al instante, supo descifrar, a pesar de que no la mirase a la cara, y se quedase, con la boca entreabierta, perdida a través de la ventana.

La mujer joven insistió, parecía tener un objetivo y querer cumplirlo, sacó papeles, documentos, aunque le temblase un poco la voz durante la exposición y las manos se moviesen ágiles, nerviosas, unas manos finas de dedos largos, como las de María.

Al final le pudo la ansiedad, todo el tiempo de búsqueda, y se puso frente a ella cogiéndola por los brazos y casi suplicándole que la mirase, “Le estoy diciendo que soy su nieta ¿me comprende?”

Me la llevé a otra estancia. Mentí agravando una demencia senil que no se encontraba en la fase que María escenificaba, incluso traté de restarle importancia al reencuentro familiar, ella ya no conoce, no puede darte las explicaciones que buscas…

“He llegado tarde”, musitó impotente la mujer mientras se abrochaba el abrigo.

Le ofrecí la oportunidad de volver en otra ocasión para hablar con los médicos, lo hice porque descifré en su mirada la decepción y supe que nunca volvería.

Así fue.

Cuando se marchó fui a buscar a María a su habitación, se había puesto el camisón y estaba sentada sobre la cama, sus piernas seguían siendo largas y hermosas.

“Me asusta la gente que necesita explicaciones para todo”, dijo hacia ninguna parte. Después me contó su historia, sin recesos ni emociones, como si hubiese estado ordenándola, asegurándose de que no se dejaba nada importante.

Tenía la voz grave, y un extraño peso en la mirada, casi siempre esquiva.

Al finalizar entrelazó las manos y dibujó una de sus conquistadoras sonrisas :

“Debía contárselo a alguien para no parecer un espectro, un fantasma que pasa por la vida y desaparece sin más”, y preguntó si aún podrían servirnos algo de cena, pese a rozar el filo de la madrugada.

Desde entonces se fue apagando como si una fuerza subterránea la absorbiera hacia abajo, siempre tenía frío y salía poco de su habitación, perdió el hábito de tumbarse a canturrear bajo el castaño del jardín y repartió entre sus admiradoras su colección de abanicos.

Una mañana ya no se despertó y todos la lloramos, en las fiestas todavía hay alguien que se atreve a cantar sus canciones y cuando llega alguna nueva residente con aires de marquesa decimos “Esta se cree Doña María Virto…” y sonreímos, porque el espectáculo debe continuar.

Los antiguos trabajadores de la Sala Olimpia, hoy convertida en bingo, enviaron para el entierro una corona que rezaba: “Se apagó la última estrella”.

Aunque muy poca gente acudió a despedirla en su tumba siempre hay flores frescas y una fotografía de sus mejores años, cuando le sonreía al presente como si pudiera metérselo en el bolsillo.

Yo me he atrevido a escribir su historia desde la curiosidad del espía o la satisfacción del espectador, sin pretensiones, para que de algún modo, los sucesos, las apuestas y los sueños de un tiempo y de un lugar queden expuestos, lejos de la sombra azulada del olvido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

07/12/2012 17:16 Puri Novella Enlace permanente. sin tema Hay 11 comentarios.


PREMIO CERVANTES A CABALLERO BONALD

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Me puse muy contenta, aunque llegue un poco a destiempo me parece de ley.

ABC publicó un titular con el que no puedo estar más de acuerdo: "El Cervantes desagravia a Caballero Bonald".  Tras quedarse tres veces a las puertas de la RAE el escritor andaluz obtiene el mayor galardón a las letras hispanas por delante de Goytisolo, Mendoza o Muñoz Molina.  Cinco rondas de votos casi vuelven a dejarlo en la estacada, pero a veces, aunque sean pocas, se hace justicia.  No podía ser de otra manera.

A José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926) le ha tocado vivir para contarlo, ser uno de los supervivientes de la Generación del 50 (Jose Ángel Valente, Gil de Biedma, Ángel González...), reivindicativo e inconformista hasta la médula. Muy recomendables sus tomos de memorias "Tiempo de guerras perdidas" (1995) y "La costumbre de vivir" (2001), donde un narrador de su talla, elegante y hábil, puede y sabe contar todo lo que deseaba manifestar.

Uno de mis poemas favoritos, al que recurro en múltiples ocasiones, corresponde a su libro "Manual de Infractores" (2005):

Fui feliz fugazmente algunas veces,
entre dos furias fui feliz,
lo fui de vez en cuando sin saberlo.

Por ejemplo en la ciudad solar que se veía
desde aquella azotea de la infancia,
tentadora ciudad flameando
en los celestes mástiles del tiempo,
mientras iniciaba la vida la aventura
de descubrir el mundo a escondidas del mundo.

Allí subsisto aunque no esté, allí
perduro en medio
de la devastación de esa azotea
que reconstruyo cada día para no claudicar.

Su último libro "Entreguerras", una auotobiografía construída en un solo poema de tres mil versos, parece ser el último de su dilatada carrera, puesto que manifiesta carecer ya de la necesidad de escribir (aunque siga abriendo paso a esos poemas que llegan discontinuos y dispersos, para instalarse).

Como cálido homenaje mejor Benjamín Prado que yo, para contarlo.

Todos los escritores que es José Manuel Caballero Bonald, y también él mismo, merecen el premio Miguel de Cervantes. Sus dos volúmenes de memorias, Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir(2001), aparte de un ejemplo sublime de la elegante y afilada escritura de su autor, son también, junto con los libros biográficos de su amigo y compañero Carlos Barral, una obra imprescindible tanto para entrar en la cocina de la Generación del 50 como para saber de qué forma se malvivía en la España llena de lápices rojos y policías grises de la postguerra. Entre sus novelas, hay dos que para mí condensan los dos extremos de su estilo, la indagación lingüística y la capacidad de contar, que son Campo de Agramante en o En la casa del padre. Sus libros de poemas también podrían dividirse en dos, los más irracionalistas y los más comunicativos; ambos son sobresalientes, aunque yo prefiero los segundos y entre ellos la trilogía que forman Diario de Argónida (1997), Manual de infractores (2005) yLa noche no tiene paredes (2009). Es asombroso, por otra parte, que un hombre de su edad pueda mantener intactos tanto su capacidad de protesta, patente en esos tres tomos, como sus ganas de descubrir y ahondar nuevos caminos en su obra, como hace el ese tour de forcé que es su último trabajo, Entreguerras (2012). Por eso decía al principio también merece este galardón, y todos los que le den, desde el punto de vista personal, por su integridad, su lucidez y su valentía.

Finalmente, señalaría que este Cervantes es una medalla en la solapa de Caballero Bonald y una lámpara en la de la Real Academia Española, que le cerró dos veces sus puertas a este maestro indiscutible de nuestro idioma. Y me gustaría que con el impulso que un reconocimiento de esta naturaleza supone, la Fundación dedicada a él en Jerez de la Frontera, logre salvarse de la quema infernal que asola a la ciudad andaluza. Las llamas la están cercando, pero tal vez este premio Miguel de Cervantes sea agua caída del cielo, si es que alguien tan poco dado a las iglesias como Pepe Caballero me permite la metáfora.


17/12/2012 10:01 Puri Novella Enlace permanente. sin tema No hay comentarios. Comentar.

"GENES"

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A menudo los hijos se nos parecen,

así nos dan la primera satisfacción...”

(“Esos locos bajitos”, Joan Manuel Serrat)

 

Mi mamá tiene los ojos pequeños y negros, siempre brillantes, como carbones encendidos.

En un gesto nervioso tiende a morderse el labio inferior.

Se pinta la boca en todos los tonos de rosa: rosa palo, rosa chicle, rosa fucsia…

Rosa princesa.

Me cuenta que el abuelo le decía que ella era su princesa, y a la abuela le sabía mal “eso hace falta, que la mimes más”… “tu abuela siempre ha sido una gruñona”, asegura mientras vuelca el bolso sobre la cama en busca de su pintalabios.

Aunque yo a veces trato de ponerlos en fila junto al espejo del baño ella termina enseguida con el orden, “Menos disciplina Pablo… cuando te pones formal me asustas”. También lo dice porque no me gusta ver apilados los platos en el fregadero, ni la ropa sucia saliéndose del cubo, como si las camisetas y los pantalones anduviesen en constante pelea.

Soy algo maniático.

Necesito que las sábanas de la cama estén bien estiradas.

Dejar encendida la luz del pasillo hasta que me duermo.

Oir sus pasos, el ruido de los tacones que no encuentran sitio fijo durante mucho tiempo, y deambulan, seguidos de cerca por el humo de sus cigarrillos y ese inconfundible aroma a naranjas recién cortadas.

Mi madre es rara.

Eso dicen mis compañeros de colegio.

No se parece al resto de madres.

No te mira como una madre.

Soy yo el que trata de ayudarla con los deberes, esas poesías que me da para que le corrija las faltas, muchas veces con el pijama puesto y cayéndome de sueño, pero es que le brotan, le nacen de repente y hay que mimarlas, como a pajarillos que acaban de romper el cascarón. En ocasiones las deja pegadas en las paredes del cuarto de baño o en los armarios de la cocina, y a los días, después de mucho releerlas, se cansa de ellas y las manda al cubo de la basura.

Yo no entiendo de poesía, pero en caso de haberlas conservado le darían para publicar un libro. A ella le haría ilusión poner dedicatorias en la primera página, hacerse fotos, viajar.

Mi maestra Vega Alonso quiere hablar con mamá.

La ha citado tres veces sin éxito.

“Es que siempre anda muy ocupada”, le digo yo, pero noto su mirada de a mí no me engañas por encima de sus gafas color malva y trato de escabullirme.

No sé para qué se empeña, no creo que tenga quejas de mí, soy de los que respiran quince veces antes de entrar en provocaciones, entrego a tiempo mis tareas, no saco unas notas extraordinarias pero tampoco lo contrario, parezco siempre atento aunque tenga la cabeza lejísimos y me lleve consigo el ruido de una grúa, el vuelo de un avión o los gritos de la calle.

No doy problemas.

Cuando los maestros que he tenido conocen a mi madre se vuelven blandos conmigo, de repente me revuelven el pelo, o me preguntan como por descuido si necesito algo, si todo está bien.

Es algo parecido a la lástima que me revuelve el estómago.

No creo que mi maestra se haya enterado del tema Ricardo Dublín, ha pasado mucho tiempo, ya no le hago caso, aunque da un respingo cuando paso por su lado y agacha la cabeza.

Ricardo es un cobarde, más alto que yo, más grande, pero un cobarde que temblaba cuando le acercaba el mechero a las pestañas y lo amenazaba de muerte. Volcaba en él toda mi rabia, no sé por qué, pero sentía la necesidad de atacar a alguien y encontré a la víctima perfecta.

Luego me aburrí. Sus lloriqueos me cargaron.

Era la época en la que mi madre estaba colgada de uno de sus últimos novios, uno que tenía el pelo largo y se tumbaba en el sofá de casa como si fuera suyo, y campaba a sus anchas, me mandaban pronto a la cama y los fines de semana me dejaban solo, con la consigna de mentir, si llaman por teléfono dí que mamá ha bajado un momento a comprar tabaco.

Ella regresaba cuando ya había amanecido y como sabía que yo estaba muerto de miedo esperándola, se metía en la cama conmigo, y nos dormíamos hasta las tantas, el sol nos daba de lleno en la cara, no había nada en la nevera y pedíamos unas pizzas, sin anchoas, que no me gustan nada, sin piña y sin anchoas, y todo el resto del domingo tenía a mi madre, despeinada y con surcos de rimel bajo los párpados, para mí solo.

Casi diría que me gusta más mi madre cuando está con alguien.

La prefiero compartida.

Se relaja, se despista menos, extiende su ilusión como un paracaídas de colores que todo lo abarca: hacemos galletas, y regalos manuales, me lleva a fiestas de cumpleaños y se acuerda de venir a buscarme, charla con las demás madres sin esconderse tras las gafas de sol, compra macetas nuevas, revistas de decoración, cachivaches inútiles. Incluso llama a los abuelos y a la tía Cristina, y me promete que me llevará a ver a mis primos, y aunque sepa que no lo hará suena bien, es una mentira musical y hermosa que se desvanece cuando sopla el aire y todo cambia.

Tiene un ojo nefasto para echarse novio.

No acierta ni con la edad. O son demasiado mayores o unos niños que se comen mis chocolatinas y esconden el envoltorio entre los cojines del sofá.

Huelen a cerrado y a humedad. A vida contaminada.

Mi madre estudió para enfermera, pero lo dejó. Se le debió quedar vocación de cuidadora, al principio todo son mimos, todos son el hombre de su vida, ellos se dejan querer… hasta que en alguna parte suena una campana, una señal de alarma en el borde de un vaso o a los pies de la cama, y la historia se fragmenta en mil añicos dejándola postrada en la cama, o metida en la bañera durante horas.

Ningún dolor dura demasiado tiempo.

Ella es una resistente.

Me da por pensar si me parezco a mi padre.

Nunca lo nombra.

Un día me dijo que no sabía con exactitud quien era.

Pero fue para que la dejase en paz, para que no insistiera.

Los hijos se parecen a sus padres más de lo que quisieran.

Mi padre no debe saber que existo ni que me parezco a él: el orden, las manías, los lunares de los brazos, el hoyuelo de la barbilla, la timidez … un catálogo de cosas inevitables e infinitas que van en los genes. A ellos sí que hace alusión cuando descubre algo en mí que no le gusta:“Esos desde luego no son mis genes”.

Con la familia de mi madre casi no nos tratamos por la razón.

Yo sé que los abuelos tienen la razón.

Pero no puedo dársela.

No estaría bien dejar a mi madre sola en el equipo contrario.

Cuando se apuesta por alguien la razón es lo de menos.

Los abuelos han tratado de interceder por ella, buscándole trabajos estables, pagando el alquiler, cuidándome largas temporadas … hasta que se revolvió como un lobo herido y las advertencias, gritos y amenazas sembraron de piedras duras el camino.

La abuela cortó el grifo de los favores, mi madre escupió en el felpudo de la entrada donde ponía “bienvenidos”, y el abuelo se asoma entre los barrotes del patio del colegio alguna mañana, y aunque utiliza su silbido característico yo me hago el loco, como que no veo ni oigo, porque no puedo, no puedo darle la razón.

La tía Cristina, “Doña Perfecta”, como la llama mi madre, procuró suavizar las cosas, pero no hay nada peor que una bandera blanca cuando quieres guerra.

Hace tiempo que no veo a mis primos, dos chicos que se llevan tan poco que parecen gemelos, algo más pequeños que yo, guardaban los juguetes en cajas de colores y compartían una habitación con dos literas fantásticas desde las que aterrizábamos sobre colchonetas amontonadas en el suelo.

A veces el recuerdo de las personas se queda tan lejos que parece que no han existido nunca.

Después del ultimátum de hoy mi madre dice que irá a hablar con Vega Alonso.

“Como hayas hecho alguna trastada tendré que castigarte” Dice guiñándome un ojo desde el espejo.

Yo aprieto con fuerza los mechones de pelo de Elena Verón que guardo en el bolsillo.

Me tiene harto. Es una cursi y una metomentodo, sofoca su risa cuando leo en voz alta.

Su abundante cabellera no echará de menos unos pocos mechones cortados durante la clase de plástica.

22/12/2012 16:05 Puri Novella Enlace permanente. sin tema Hay 3 comentarios.

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