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"LOS RINCONES DEL OLVIDO"

En dirección contraria
a tu destino
un sol pálido y frío
abraza los rincones del olvido.
Se puede vivir sin tantas cosas:
escarcha en los labios,
sal en las heridas,
luz de gas.
Se vive sin dolor,
pero no sin memoria.
La memoria
es un cristal afilado
al borde de la nuca.
Constante, pero al acecho.
Fría, sutil, desbordada.
Memoria al fin,
sólo memoria inevitable.
En ella permaneces
como los recuerdos táctiles
de la infancia
y las tormentas de verano.
Resistes el paso
de los temporales
que te desahuciaron,
de las palabras
que te sepultaron.
En dirección contraria
a tu destino
otro invierno más
me aleja de ti,
baja la cota de nieve,
se hielan los almendros.
El invierno y tu boca
no son eternos.
Pero sí definitivos.
Establecen límites,
nos alejan.
Podría ocurrir
que nos cruzásemos
en la misma calle
sin reconocernos,
buscando monedas en los bolsillos,
guantes para el frío,
cualquier excusa para
seguir tirando.
Tu mirada se parecería a otra
que hace mucho tiempo
fue mi casa.
Una casa cerrada
y en penumbra,
un dolor añejo
que se resiente a veces
cuando llueve,
y el sol abraza
los rincones del olvido
FERNANDO LALANA PREMIO EDEBÉ

Cuando conocí a Fernando Lalana pensé que esa era una de mis noches de suerte. Y se lo agradecí, como otras cosas que le debo, a Ramón de Aguilar que fue el intermediario. Una noche de verano en ruta de tapas por el Casco Viejo y la compañía añadida de Marta y Eliana conformaron el escenario perfecto para conocer al autor antidivo. Me pareció que la vida se ha comportado con él de manera generosa, que era un tipo con suerte, de los que además saben trabajársela, y que había estado en el lugar adecuado y en el momento oportuno para levantar la mano, decir aquí estoy y abrirse camino. Fernando, de Zaragoza y Piscis, estudió Derecho, hizo teatro, estuvo inmerso en los movimientos culturales que durante la transición se sucedieron en este territorio y se fue a hacer eso tan antiguo, el servicio militar, a Melilla. De ahí "Morirás en Chafarinas", que fue llevada al cine por Pedro Olea en 1995.
De Fernando Lalana es el único libro que involuntariamente yo he robado en mi vida. Y después de haberlo leído no lo devolvería jamás. "El Secreto de la Arboleda" (finalista Barco de Vapor, 1981), con esa maravillosa Arboleda de Macanaz, ya desaparecida, y la incomparable hada Rufina. Y qué decir de otra obra elevada a la categoría de institución, conocida por chavales de cualquier cole en cualquier barrio, cuando llega San Jorge: "Te quiero, Valero", que tiene una princesa Pilarín antiprincesa, y un Dragón Valero más tierno que el pan de leche.
Su literatura juvenil ya no la he seguido tanto, pero descubriría el estilo de Lalana en el fondo marino de todos los estilos, porque él ha conseguido lo más difícil, caracterizar su literatura, dotarla de humor, amor, ironía y misterio exclusivos.
Me alegro de verdad cuando paso por su web http://www.fernandolalana.com/, tan amena, con esas ilustraciones tan bonitas, y descubro su evolución, sus publicaciones y como no, sus merecidos premios. El último hace menos de un mes, el Edebé infantil, con "Parque Muerte".
Fernando es un escritor que cae bien a los chavales, muchos de ellos muy aficionados a sus historias, y eso, con el tipo de público, inmediato y exigente, que son, no es poca cosa y dice bastante del hombre, ante todo inteligente, que conocí una noche de Agosto, de hace tres años y con el que comparto algo, haber obtenido ambos el premio de relato Emilio Murcia, con una década de diferencia, pero indiscutiblemente, permítaseme la ironía, ante un jurado experto en calidad literaria.
"EL CORAZÓN DE LA AURORA"

"Ya es mentira ese tiempo blandamente nocivo
que se nos va quedando alquilado en la piel"
("Domingo", Jose Manuel Caballero Bonald)
Perdona,
no sé si lo sabes,
pero no existes.
Cuando gotea
el grifo de la ducha,
huele a café
y alguien
baja corriendo las escaleras.
Cuando
vuelve la primavera
y las puntas de los zapatos
se emborronan
de tierra deseada y próspera.
No existes.
Las fechas de los periódicos
lo saben,
el hombre que
pedalea cansado,
la factura del teléfono.
Tienen la seguridad
de no verte
reflejado en el espejo,
a pesar
de tu eterna juventud,
de los días y días
en los que uno se queda quieto,
agazapado en el corazón
de la aurora.
El pasado tiene más
dignidad de la que parece,
y no espera.
Todo lo tiene.
Aquellos besos.
Aquellos sueños.
Aquellas dulces mentiras.
El pasado nunca llama a la puerta.
Somos nosotros
y este maldito síndrome de Diógenes,
que reconoce diamantes
en las estrellas caídas.
MADRID

Escribía Dámaso Alonso (Madrid,1898-1990) en su poema Insomnio: "Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres...", allá por 1944 en plena y doliente posguerra.
Hasta hace poco yo he estado en la capital de paso, un Madrid subterráneo que se enrama entre estaciones de tren y autobús pareciéndose a cualquier caos. Es verdad que uno siente las ciudades según su ánimo en ese momento, como los libros que en una etapa determinada nos sirven de apoyo y referencia y leídos años después nos defraudan. Será que cambiamos mucho más de lo que es previsible, que nunca somos los mismos, o que todo nos afecta demasiado, tanto como para condicionar las impresiones.
El caso es que a mí me ha ocurrido a la inversa de lo que comentaba respecto a la literatura (Juan Salvador Gaviota, El Principito, algunos poemas de Neruda...). De pronto, tanto tiempo después de conocerla como estudiante, o como Educadora de adolescentes, o por esa obligación opresiva de tener que pasar unas horas sí o sí por enlazar transporte hacia otro lugar, Madrid me ha parecido una ciudad dispuesta a conquistar a cualquiera por derecho propio, pese a los millones de personas y mundos, más o menos infrahumanos, de los que hablaba Dámaso y que se ven echando un vistazo en la boca del metro o en cualquier Avenida. Supongo que Madrid no tiene la culpa de ser Madrid, tan absolutamente epicentro de la realidad social, tan supercapital para los que venimos de provincias con ínfulas, pero de provincias al fin y al cabo... Donde yo vivo es habitual ver a personas leyendo en el autobús o en el tranvía... allí lo anómalo es el que no lo hace, aquel que no tiene la novelita sobada entre los dedos, el ebook de última generación, el último best-seller de perfecta encuadernación saliendo de una mochila... De repente Madrid no dejó de parecerme una jungla, pero me topé con su cara amable, tuve un hueco en su sol.
Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal,
¿Dónde queda tu oficina para irte a buscar?
Cuando la ciudad pinte sus labios de neón
subirás en mi caballo de cartón.
Este fragmento de la canción de Sabina, Caballo de cartón, nombra las estaciones por las que pasábamos en nuestro trayecto desde Tetuán al Centro. Ya digo que fueron unos días benévolos, en los que Daniel, con esa facilidad que tiene para el entusiasmo ("Que buena es la buena vida", frase acuñada por él cuando disfruta, desde lo más pequeño a lo más grande) abrió bien los ojos y los oídos y nos contagió, pese a las grandes caminatas y al frio, seco, eso sí, un frío que te deja vivir... hasta los leones del Congreso custodiados por guardias de seguridad me cayeron bien, y como no la transito a diario no me importó dejarme arrastrar por la marabunta de la Calle Preciados. Algunos mimos de la Puerta del Sol, como otros de las Ramblas de Barcelona, son absolutamente geniales.
Madrid nos permitió aislarnos, curiosamente. Nos dejó perdernos, buscarnos y regresar. Tuve que visitar el Bernabéu, cierto, todo hay que reconocerlo... pero también estuvimos en El Prado (esa entrada, no hay otra entrada igual en el mundo), y en Gran Vía, y en el Madrid de las letras, y sobre todo, sobre todas las cosas del mundo, en esa Cuesta de Moyano con los libreros de lance (parece ser que el ayuntamiento pretende sacar a concurso la gestión de los puestos porque se ha descubierto lo rentables que serían ahí, en pleno centro y junto al Retiro, unas terracitas de bar con su cerveza dominical... Sra. Doña Ana Botella, no le reste dignidad a Madrid, ni clase, y no es que yo esté en contra del gremio hostelero, ya me disculparán, es que en Moyano se concentra el Universo)
Hay que regresar a las ciudades, a los lugares, para descubrir sus muñecas rusas, lo que un día nos perdimos o no fuimos capaces de ver... y que la vida nos sorprenda en cualquiera de sus esquinas.