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"ORO BLANCO"

Hay relatos que una vez escritos se te quedan pegados a la piel, inevitablemente te acompañan, como mascotas fieles. Los presentas a concursos literarios porque crees en ellos, pero ni los miran, o si lo hacen no resultan convincentes, a la altura de ganar un certamen (que no sé que altura es esa, ni cómo se consigue). El caso es que se van quedando atrás, un tanto obsoletos, barcos varados, papel marchito. Por su lealtad merecen una ventana abierta. Ondear un poco más. Por eso hoy, en este julio sofocante y efímero, se asoma a esta pequeña ventana de mi casa que es vuestra "Oro Blanco", escrito en 2006. Vuestros ojos son el premio que nunca obtuvo.
Desde el primer momento supo Liuva que le estaba mintiendo.
Pero aquella mentira –después de haberlas repudiado tanto- se le antojó como algodón de feria: azucarado, suave y envolvente, quiso probarlo, y se dejó llevar.
Al fin y al cabo no eran las palabras sin dueño ni la poesía de siempre, Andrés era un artesano del lenguaje, lo cuidaba, lo mimaba y embellecía de una manera única y sorprendente. Increíbles las luces de fiesta que brotaban de su raída chistera.
Porque él siempre fue un galán adivinado y previsible que fumaba tabaco negro y se peinaba hacia tras los mechones canos, usaba largo abrigo de paño y camisas por fuera del pantalón en verano. Utilizaba a la perfección su delgadez de bohemio y la caída de sus ojos verdes. Y hasta hubo un tiempo, seguro que hubo un tiempo, en que se creyó a sí mismo, viendo ondear la bandera de lo posible, siendo aún temprano, calculando los éxitos frente al espejo, con el mentón bien afeitado y el aire oliendo al afther save de moda. Después la fe son unos cuantos posos grasientos en el aceite estancado de una sartén, esa bombilla que se apaga y nadie se molesta en cambiar, agujeros en los bolsillos. Pero uno continúa como siempre y como si nada, porque qué otra cosa podría hacer. El espectáculo debe continuar y las sombras de sí mismo, malpagadas y burlonas, no firman cheques en blanco ni se creen, sólo por una noche, Reinas del Carnaval.
Conoció a Liuva cuando empezaba a cansarse de los vinos de siempre en los bares de siempre, conversaciones de única dirección, luces amarillas, frío en casa, nadie en casa. Ella le sonrió por encima de todas las cabezas, un domingo por la mañana, a la hora del vermouth. Le pareció exactamente lo que debía, un hombre distinto, maduro e interesante, y a Andrés se le ensanchó el pecho y algunos de sus años cayeron fulminados junto a las sucias punteras de sus botas. Recuperó de golpe toda la Fe, la convicción en su estrategia de nostálgico y se felicitó a sí mismo por no haber sucumbido, siquiera una vez, a la tentación de tirar la toalla y construirse de nuevo.
Que las cosas maravillosas e intensas ocurren de noche no es cierto. Porque ellos se descubrieron –y descubrir a alguien es comenzar otra vida- a plena luz del día una mañana de domingo, cuando duermen enroscadas las serpientes y todo puede volver a ser.
Andrés desempolvó los viejos glosarios abrillantándolos con cuidado, usó los brebajes adecuados y pateó los caminos que no destruye la historia y que siempre nos conducen donde queremos ir.
Le salió la blanca doble.
Liuva no sabía hasta que lo tuvo delante, mintiéndole tan magistralmente, que lo estaba buscando. Se imaginó sin dificultades acariciando esa piel curtida, esperándolo de madrugada, agarrada a su brazo caminando hacia ninguna parte ... Le preguntó qué hora era pero él no utilizaba reloj. La pista definitiva. Le dijo: “Vámonos” y el presente se quedó boquiabierto oliendo a huevos rellenos.
Tenían una diferencia de edad de dieciocho años que les permitía el milagro.
Durante un tiempo trataron de hilar fino, cada uno cuidó su jardín para que fuese la envidia del otro, plantaron girasoles, menta, rosas amarillas ... Despacio.
Liuva descubrió que Andrés dormía agazapado a los pies de la cama, le gustaban las croquetas caseras, las películas de vaqueros y era alérgico al pelo de gato.
Ella se empeñó en adecentar la parcela en la que vivían y hacerla habitable. Había pertenecido a los padres de Andrés y seguramente tiempo atrás llegó a lucir espléndida, pero el abandono y la desidia la habían convertido en el escenario idóneo para una película de misterio. Encaló la fachada, pintó puertas y ventanas, y poco a poco fue dándose cuenta de su habilidad para el bricolaje. Se le pasó el tiempo jugando placenteramente a las cocinitas, preparando flanes y comprando cubiertos en los bazares, marcos de resina para las fotos que se harían juntos, ambientadores de manzana, sobrecitos de café. Era hermoso imaginar, querer trazar un país único y privado con utensilios, corteza de pan sobre el mantel y las coordenadas exactas de sus cosas.
Pero una esfera no tiene porqué ser redonda ni la vida se resuelve matemáticamente.
Andrés se fijó un día en la ausencia de escorchones en la pared y en como olía su casa, reparó en los horarios de las comidas, en la siesta de los sábados, en las zapatillas calientes ... y le invadió una melancolía difícil e inaccesible, desbordada.
Fue cuando llevó a casa a aquella mujer, Malena, escapada de un club de carretera y necesitada de cobijo durante un tiempo. Liuva nunca preguntó, hubiera tenido que conocer las respuestas, vivir con esas sanguijuelas pegadas al cuello. Pese a sentir como de madrugada Andrés dejaba el cuarto para deslizarse sigilosamente hasta el de su invitada. Ella acabaría yéndose, con su olor a laca y sus deformados zapatos de tacón, con la miseria disecada en la raya permanente del contorno de ojos. Se iría quizás para volver, pero sin ser nunca la primera, sin verlo dormir agazapado y temeroso, desconociendo sus pliegues de truhán, sus besos de impostor, la ternura de su derrota.
Después de Malena hubo otras en el salón y en la ducha, aunque ella nunca llegase a verlas, se sucedieron las partidas de póker hasta el alba, los vómitos de borracho en cualquier rincón, las meadas fuera de la taza, la venta de sus cuatro joyas y las solicitudes de préstamos a su hermana.
Iba todo tan deprisa que no era capaz de parar. Nunca pensó situarse tan imposiblemente ni tan lejos, pero ya estaba allí. Andrés a veces la sacaba a bailar o le compraba un vestido bonito. El olvido y la ilusión tienen el precio de un vestido, la posibilidad de transformar kilos de porquería en oro blanco.
Se dio cuenta de que estaba embarazada un día que llovía rabiosamente y la policía fue a la parcela a detener a Andrés. Trató de escapar por la parte de atrás y se rompió un tobillo. Volvió a casa pasados unos días, desmejorado y triste como un perro abandonado, quedándole desde entonces una leve cojera que sirvió para engrandecer el mito.
Las gemelas Mireia y Kim nacieron en Abril, el sol abrazaba las esquinas y un anticipo del verano quiso recibirlas. Liuva ya sabía, antes de los celos de Andrés y de que la sangre no llama a su sangre, por encima incluso, de la precariedad en la que vivían, que no podría tenerlas durante mucho tiempo. Por eso las retrató en su mente detenidas en cada partícula de sueño, en el mínimo suspiro, las cubrió de besos y las llamó “hijas mías” muchas veces. Después se las entregó a su hermana para que se hiciese cargo de ellas, a cambio de no reaparecer jamás en sus vidas, y como es mujer de palabra y férreas promesas logró cumplirlo.
La memoria, superviviente nata, consigue emborronar pasajes decisivos y hasta siembra duda sobre los datos de las pasiones que nos volcaron la vida.
A Liuva, que lo había empeñado todo, ya sólo le quedaban cuencas de ojos para seguir buscando dentro del rostro de aquel hombre un ápice de hermosura. Pero siempre topaba con una mentira recuperada, una última moneda, el as de corazones en la manga de Andrés.
El tiempo vivo, real, el de las noticias a las siete de la mañana y la leche saliéndose del cazo, el que nos mira recordándonos que nos demos prisa, que todo es efímero, los hizo a un lado y siguió adelante.
Ella continuó encalando la fachada, remendándole los calcetines, preparando sémola cuando el frio se lo devolvía aún más delgado, aterido y sin ganas de hablar. Aprendió a robar pequeños objetos para no perder las coordenadas de su país imaginario y quitó de la casa todos lo espejos.
Andrés, tronco calcinado y empapado de lluvia, se dejó morir de a poco. Pero en los brazos de Liuva. Se le encharcaron los pulmones días antes de Nochevieja, cuando ya no existía otra importancia que la de soñar bonito cuando tocase dormir.
Liuva lo descubrió entonces hermoso y calmado, tan diferente a cualquier Andrés.
Y le dejó marchar de verdad.
Nadie sabe qué medida tiene el tiempo cuando no transcurre.
Liuva es la sombra de los dos en la parcela que vuelve a ser un escenario de misterio porque ya no hay para quién cuidarla.
Aunque siga robando pequeños objetos para su imposible país imaginario.
EL TIEMPO QUE NO ESTÁ ESCRITO

"Pero en las manos queda
el recuerdo de lo que han tenido" (Pedro Salinas)
De haber tenido una hija se habría llamado Violeta.
Y quizás las cosas serían diferentes.
Me entretengo imaginando otro destino, un orden contrapuesto al de los sucesos que han marcado mi vida, lo que pudo haber sido y no fue, sí, la cara oculta de la luna.
A veces me divierte construir otra mujer, otras respuestas, una trayectoria que me condujese donde nunca he estado ni podré ya estar.
También me pone triste, es cuando se me va la mano e idealizo a mi siamesa viviendo sus porvenires imposibles.
Aterrizo enseguida, toco suelo muy pronto y regreso a la lectura que me agota y al punto de cruz que cada vez me cuesta más continuar.
Alguna tarde llueve, y entonces me apresuro en abrir todas las ventanas, y que el agua salpique las cortinas, las esquinas de algunos muebles, el suelo impersonal y frío… la lluvia significa ruptura, cambio, un antes y un después, todo puede comenzar, terminar, florecer…
Se habría llamado Violeta mi niña.
O Imperio.
Una criatura con esos nombres no puede ser infeliz.
Rodolfo no me hubiera permitido el segundo, Imperio, pero qué nombre es ese para una niña, qué cosas se te ocurren, no conozco a nadie en todo el término que se llame así, hay que ver lo que hace estar todo el día con la radio encendida, que te enmaraña la cabeza, eso es lo que pasa…
El caso es que él se me murió hace ya una docena de años, salió una mañana a revisar los cerezos y ya no volvió, que lo encontraron tirado en un camino a pleno sol, fulminado por un infarto, y a mí, con su cuerpo rígido y presente en el salón de nuestra casa, me entraron ganas de reprocharle su egoísmo por no haber querido tener otro hijo, mi niña Imperio, si al fin y al cabo ibas a dejarme tan sola qué más te daba… pero la casa parecía una avenida, no paraba de entrar y salir gente acicalada que bebía copitas de vino dulce y cabeceaba, qué lástima, hay que ver, tan trabajador… y qué otra cosa iban a decir, si tú nunca fuiste de partida en el bar ni de amigos, sociable precisamente nunca, más bien desconfiado y huraño, que cuando me fijé en ti pensé que era pura fachada, pero de eso nada, como el pedernal Rodolfo, pura roca.
Los chicos vinieron con el tiempo justo para el entierro, Francisco incómodo, sin saber donde meterse, sin acercarse al féretro, levantando la barbilla como necesitando desesperadamente oxígeno, preguntándome muchas veces qué necesitas madre, qué necesitas, pero sin darme tiempo para contestarle, que hasta me hizo ilusión que me preguntase aquello, llegué a creérmelo, porque nunca antes me lo había dicho.
Y Antonio en su papel de primogénito, educado y formal como es él, estrechando manos, dando palmadas en la espalda, sacando de vez en cuando el pañuelo para empapar una lágrima furtiva.
Nadie sabía que llevaba un par de años sin hablarse con su padre, porque no venía a echarle una mano con las faenas del campo, y eso enervaba a Rodolfo, bien que han comido durante años de la tierra, de la tierra han salido sus casas, sus buenas bodas, y cuando uno necesita ayuda tirado como a un perro lo dejan…
No se hacía cargo Rodolfo de lo que cambia la vida, nunca entendió que los hijos crecen, pierden obediencia, se dejan guiar por otras cosas…
La mujer de Antonio no se separó de él ni un instante, tan envarada como siempre, perfecta, de peluquería, observándolo todo y besándome sin pegar su mejilla a la mía. La primera vez que la trajo a casa ya supe que no se libraría fácilmente de ella, es de las que acaparan, de las que crecen pegadas a la otra persona, como un apéndice indispensable.
Junto a ella a Antonio se le ve embutido en un traje que le viene grande, pero no dice nada, no se queja, continúa.
Desde que mis hijos salieron de casa he mantenido muy poco contacto con ellos, se han convertido en unos seres inaccesibles, extraños.
A Francisco nunca le gustó el pueblo, servía para estudiar, ya lo decían sus profesores, pese a que Rodolfo hiciese caso omiso y lo pusiera a trabajar en el campo recién terminada la escuela primaria. El niño escondía libros de lectura en el somier y entre la ropa, que ni siquiera sé de dónde los sacaba. Una vez que se fue a hacer el servicio militar ya no volvió, encontró trabajo en una charcutería y se puso a estudiar por las noches, volverá con el rabo entre las piernas ese, piensa que se va a comer el mundo, mascullaba su padre mientras cenaba, pero se equivocó, no regresó más que en contadas ocasiones, terminó Turismo y se colocó en una agencia de viajes. Trató de que su padre y yo conociésemos las islas, nos planificó algún viaje que nunca llegó a efectuarse porque parían los corderos, había que sembrar o recoger patatas, cualquier cosa antes de cruzar las cuatro líneas, simples y muy delgadas, de lo cotidiano.
Las pocas veces que venía nos llenaba de folletos e ideas la mesa de la cocina, como un cohete que sube y enseguida se desploma, puesto que rápidamente cambiábamos de tema, hablándole de lo que sucedía, de nuestras agonías diarias, como si fuesen mucho más importantes que nada de lo que pudiese plantearnos.
De eso me fui dando cuenta más tarde, cuando ya no se puede rectificar.
Antonio creció a imagen y semejanza de su padre, que lo miraba con innegable predilección. Adelantaba como nadie en la faena y nunca se quejaba, era un chico de pocas palabras que se escapaba de la escuela para ir a saltar montes y acequias. Con su hermano la relación era escasa de tan diferentes, alguna vez se burlaba de Francisco, le escondía ratones muertos dentro de la cama, lo llamaba cobarde.
Hasta que en una fiesta de cumpleaños de otro mozo del pueblo se fue a la playa y conoció a Gema, y trajo ya la mirada como vuelta del revés, ya no era él, se pegaba buenos ratos colgado al teléfono y le pedía a su hermano que le corrigiese las faltas de ortografía de sus larguísimas cartas.
Antonio sí que era de campo, aunque se haya acostumbrado a una casita ajardinada en las afueras de una gran ciudad, era nuestro sucesor, nuestra esperanza de no ver derrumbada una casa mantenida por tres generaciones.
Ya sólo quedo yo.
Ellos a veces me llaman, es cuando me asusta el sonido del teléfono, cuando sé que me voy a topar con sus voces comprometidas, sus respuestas monocordes, sus carraspeos, cuando debo preguntar si van a venir y ellos mienten diciendo que lo intentarán.
Mis queridos desconocidos.
Hoy es martes. Los martes una vecina, mi hermana y yo, hacemos bizcocho casero y nos tomamos un café sin prisas, viendo esconderse el sol entre los chopos. Saco unos trapos limpios y compruebo si tengo azúcar, en ese momento suena insistente el timbre de la puerta.
Las dos mujeres tienen las mejillas encendidas y se muestran nerviosas, como cuando llegaban los feriantes y corríamos a avisarnos la una a la otra.
Entran en casa atropellándose, anunciando una novedad en el pueblo, una sobrina de Emiliana Viver, una mujer joven, con una niña chica, que viene preguntando por su tía sin saber que ha muerto hace unos meses.
Me viene a la memoria la imagen de Emiliana, con su rosario colgado al cuello y esa piel curtida al sol, ennegrecida, una mujer brusca, de mal carácter, que echaba a los niños que jugaban en su puerta amenazándoles con una vara de fresno.
Este es un pueblo alejado de cualquier parte, sin incidencias, en el que la más mínima novedad supone todo un acontecimiento.
Comentamos lo extraño que resulta que esta chica no supiera que su tía había fallecido, debe ser un pariente lejano, alguien con quien apenas mantenía relación...
Se han alojado en la fonda, dice mi hermana señalando a través de la ventana el viejo edificio de la fonda Casales. Una niña ahí, fíjate qué plan, con la humedad que tienen esas habitaciones, y los obreros de la carretera entrando y saliendo, formando tertulia por la noche con los botellines de cerveza en la mano… algo le ocurre a esa madre, no hay otra explicación para quedarse aquí…
Mujer, dice Basi depositando sobre la encimera de la cocina las manzanas que traía envueltas en su delantal, igual es por pasar solamente una noche, estarán cansadas y mañana regresarán donde sea.
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Pero transcurrió el tiempo y la madre paseaba con su niña por la ribera del río, sin prisas, observando despacio el devenir de los insectos, la corriente del agua por las acequias, el sol haciendo brillar los cantos de las piedras… parecían tan frágiles…
Todo el pueblo murmuraba, pero nadie se atrevía a abordarlas y preguntar, al fin y al cabo eran extrañas, gente de fuera que misteriosamente llega y se queda, quizás guardando un secreto, un secreto que puede ser una trampa, un campo entero sembrado de minas.
A mí me emocionaba ver a través de la ventana la alegría de la niña, que correteaba sin rumbo entonando fragmentos de canciones, y se subía al escalón de los portales con las mejillas sonrosadas y todas las ganas de entusiasmarse.
La madre era otra cosa, llamaba a su hija sin apenas fuerza en la voz, pálida, con el pelo oscuro y muy corto, ojeras pronunciadas y ojos color miel siempre alerta, cualquier ruido inesperado la hacía girarse ansiosamente, desbordar la mirada.
Dejaba a un lado la lectura de mis novelas románticas e imaginaba mirándolas que me pertenecían, que eran algo mío, algo que encadena generaciones y continúa siempre hacia delante, algo que está vivo, que transita, que viene, que siente, que me mueve por dentro.
Pese a no conocerlas, a no haber intercambiado una palabra con ellas, quizás por miedo a que se desvanecieran, o a que me miraran como a una vieja loca, me parecían un sol pequeño en medio de mi plaza, una esperanza nueva en la rutina lenta y doliente de mis días.
La mañana en la que llamaron a mi puerta yo las había visto pasar, más tarde que de costumbre, era la niña quien parecía llevar a su madre de la mano, que se dejaba conducir con gesto cansado y media sonrisa forzada.
Cerré el armario en el que estaba ordenando ropa y grité “Voy” mientras me dirigía a la puerta.
La niña, asustada y con los ojos húmedos, me pidió ayuda: “Corre, ven, mi mamá se ha puesto mala”
Echó a correr y yo la seguí como pude, unos pocos metros más allá, sosteniéndose contra una esquina, estaba la mujer joven, con los ojos cerrados y las manos sobre el vientre, un color amarillento le daba aspecto de estatua de cera.
La niña se le agarró a las piernas.
“Apóyate en mí – le dije cuando ya su cabeza buscaba mi hombro- no te preocupes”
Su hija la miraba como si pudiera curarla con los ojos.
La tumbé en el sofá y bajé un poco las persianas para que no entrase tanta luz.
Dejó reposar un brazo sobre la frente y musitó unas disculpas por las molestias.
“Olvida eso y descansa” le pedí mientras le tapaba las piernas. La niña se quedó echa un ovillo junto al sofá, agarrada a la mano de su madre.
Un silencio habitado ocupó mi casa.
Me sentía satisfecha de tenerlas allí, de poder ofrecerles mi protección y mi ayuda. Observándolas desde el umbral de la cocina me estremeció verlas tan unidas, tan necesarias la una para la otra y al mismo tiempo tan solas…
Decidí que se quedarían a comer y me dispuse a preparar arroz y unos filetes empanados. Por primera vez en mucho tiempo tuve que calcular las cantidades, me movía por la cocina más ágil que de costumbre, tenía una misión.
No reparé en la presencia de la niña hasta que se encaramó sobre el banco de madera.
“¿Se ha quedado dormida?” le pregunté
Y la niña asintió ostensiblemente, sus rizos se movieron adelante y detrás.
Descansaba las manos en su regazo y seguía todas mis maniobras
“¿Cómo te llamas?” quise saber mientras le entregaba una rebanada de pan con mantequilla y mermelada a la que no renunció.
“Violeta, ¿y tú?”
Sonreí perpleja, entendí la señal, tenía que ser eso, una señal.
“Claudia… Violeta es un nombre bien bonito, siempre me ha gustado mucho”
La niña me miró pícaramente con el labio superior untado en mermelada:
“Mi madre dice que es el nombre más bonito del mundo”
Sentí deseos de abrazarla muy fuerte, su voz, sus manos pequeñas, su cara ovalada de muñeca de trapo… llenaron de luz mi cocina y agitaron un alma que se había quedado rezagada al sol en cualquier tejado, como los gatos que olvidan a sus amos.
Me contuve, no era cuestión de asustarla.
Mientras cocinaba Violeta me fue contando cosas, algunas ya las había intuído esa misma mañana, como que su mamá estaba embarazada de poquito tiempo, “el bebé debe ser tan chiquitín como una judía… no lo puedes decir ¿vale? es un secreto… es que me canso de guardar yo sola los secretos… y por eso te lo quiero contar… tienes cara de cumplir las promesas y seguro que no dirás nada ¿verdad que no?... hemos viajado mucho para llegar hasta aquí, la abuela Remi nos mandó venir a casa de una pariente suya, dijo que sería un buen escondite… pero ni casa ni nada… aunque me aburro mucho no se lo digo a mamá porque se pone triste y está cansada… no para de fumar, le tienes que decir que no lo haga, que eso no es bueno, el bebé no debe tragar humo…”
Su cabecita engranaba una preocupación tras otra, necesitaba echar a volar todas las palabras, abrir de par en par un ventanal imaginario y respirar otro aire, entretenerse, jugar.
Dijo que pronto iba a cumplir séis años.
No reparamos en el tiempo que su madre debía llevar observándonos desde el umbral.
Parecía encontrarse mejor, aunque estaba seria y sus ojos mostraban desconfianza.
“Nos vamos Violeta, ya hemos molestado bastante a esta señora”, su voz reflejaba la misma fragilidad que su cuerpo.
“Qué va mamá… no te preocupes- fue corriendo a cogerla de la mano y la trajo junto a los fogones- si nos está cocinando un arroz muy rico”
La voz frágil se tensó.
“De verdad que no podemos quedarnos, muchas gracias”
Bajé el fuego, me limpié las manos en el delantal, mandé a Violeta al corral no sé con qué encargo y le pedí a su madre que se sentara. Debía aprovechar esa oportunidad como la única. Me hice transparente:
“Por favor escúchame… no voy a interrogarte… no quiero saber más de lo que tú me cuentes… estoy tan sola como vosotras y por lo que veo necesitáis cuidados, tiempo, un lugar en el que poder descansar y coger fuerzas antes de continuar… te ofrezco mi casa, mi compañía, es lo único que tengo… ayudémonos ambas… si en un par de días no estáis a gusto podéis iros…”
Me miraba con los ojos muy abiertos, en algún momento le cogí el brazo y noté que temblaba ligeramente. La niña volvió a entrar gritándole a su madre que en el corral había un par de gallinas de las que ponen huevos, y que las había bautizado.
Se levantó muy despacio:
“Comprenderá que debo pensármelo” pronunció muy quedo, como si hablar le costase un esfuerzo tremendo.
Asentí con la cabeza, me presenté y le pedí que me tuteara. Se llamaba María. Les puse la comida para llevar y Violeta se despidió de mí a regañadientes, diciéndome adiós con la mano hasta que desaparecieron por la puerta de la fonda.
Me quedé tranquila, recogí la cocina, me dolió su ausencia pero entendí que no podía hacer más, las tres estábamos expuestas, teníamos miedo y por delante un tiempo quebradizo e inseguro…
Sonó el timbre a las cuatro de la tarde.
Las calles del pueblo vacías.
Las campanas doblando para nadie.
Entraron cargadas de bolsas, la niña preguntando por su habitación.
Las llevé al cuarto de los chicos, con las dos camas abatibles y unas paredes repletas de banderines de fútbol, pósters de coches y fotos de las fiestas patronales. Abrí el balcón porque olía a humedad y a cerrado. “¿Y tus hijos?” me preguntó Violeta. “Son mayores y ya no viven conmigo”. Se sentó en una de las camas y presionó sobre el colchón: “Aquí se va a dormir muy bien, ¿verdad mami?”
Su madre, asomada al balcón, tenía la mirada perdida y el gesto vencido de quienes se cansan de huir.
Contestó algo rutinario que contentó a la niña y dijo que necesitaba tumbarse.
La dejamos dormir y le enseñé a Violeta el resto de la casa.
Lo que más le gustó fue el cuarto de los trastos, una habitación pequeña y oscura, de techo abuhardillado y un tragaluz como de camarote de barco, donde se amontonaban papeles, percheros, viejas sillas de anea, cajas con herramientas y un par de baúles con ropa y sombreros inútiles … se convirtió en su guarida cuando no sabíamos donde encontrarla.
María durmió durante toda la tarde, de vez en cuando me asomaba y percibía su sueño inquieto, en el que balbuceaba palabras sueltas y emitía pequeños sollozos.
Invité a los nietos de mis vecinas a tomar chocolate para que conociesen a Violeta, que era extremadamente sociable y se adaptaba con facilidad a cualquier situación.
Los niños la acogieron con la curiosidad y la alegría de lo novedoso
Habría que aprender de ellos a admitir sin reservas.
Aunque nunca he sido descortés, sí bastante franca, por lo que nadie se atrevió a cuestionar mi decisión delante de mí, hubo quien comentó que hay que tener cuidado con quien metes en tu casa, a lo que contesté: “Y también hay que ver en qué casa te metes”. La cosa no fue a más. Al cabo de unas semanas parecía que aquellas dos mujeres y yo habíamos vivido siempre juntas, nadie mostraba extrañeza y lo asumieron como se asumen los días largos tras el invierno.
El descanso y la buena comida provocaron en ellas un efecto revitalizador, parecían otras, Violeta apenas paraba por casa, convencí a su madre para que la llevase a la escuela sin tener que matricularla ni mover papeles, conveniamos con la profesora que la dejase estar entre el resto de niños, aprendiendo, pintando en caballetes muy antiguos al sol de un patio excesivamente grande para los críos, cada vez menos, que asistían a la escuela del pueblo.
A María se le daban estupendamente los trabajos manuales, hasta me encaló la fachada y realizó pequeñas obras domésticas necesarias para frenar el deterioro de una casa vieja, expuesta a la intemperie de un clima adusto y de varias generaciones transitándola.
Me acostumbré a su son, a su presencia, que desde el principio, como si mi corazón se desbordase en esa dirección, jamás me resultó extraña o incómoda. No pensaba en el futuro y dejé de sentir el peso de los días, que se renovaban como una promesa cuando los pasos de Violeta bajaban precipitadamente las escaleras rumbo al desayuno.
A veces María se despistaba dejándose llevar, abandonaba ese hermetismo, la huella imborrable de haber estado llorando a escondidas, y jugaba a peluqueras con la niña y sus amigas, o me contaba anécdotas de su infancia, cuatro chiquillos para una madre que quedó viuda muy joven, y que se pegaban la vida en la calle, curando perros maltratados y buscando tesoros entre las piedras de los solares, hasta canturreaba por lo bajo cuando fregaba los platos o aireaba las habitaciones, y le salía no sé de dónde una voz triste y al mismo tiempo muy dulce, que se depositaba despacio, como las pompas de jabón, sobre las frías baldosas o en los cristales.
Habían transcurrido cuatro meses cuando su barriga comenzaba ya a anunciarse sin contemplaciones.
“¿Qué piensas hacer?” me atreví a preguntarle temerosa, pues era la primera vez que aludía a su embarazo.
Se puso la mano sobre la tripa y se quedó mirándola.
“¿Te das cuenta Claudia? los niños exigen respuestas y espacio incluso antes de nacer…”
Y por el tono empleado entendí que llevaba tiempo pensando qué medidas tomar sin decidirse.
Una vez a la semana me pedía permiso para telefonear a su madre. Eran conversaciones muy breves, destinadas a tranquilizarla, “todo va bien, no te preocupes… en cuanto haya cualquier novedad te lo hago saber, Violeta está encantada y te manda un beso, otro día se pone mamá, es que está jugando por ahí…” Procuraba llamar sin la niña delante, su derroche de entusiasmo le hacía hablar demasiado, extenderse en los detalles. “No quiero ponerla en un compromiso, cuanto menos sepa mejor, ya ha sufrido bastante…”
“Debe pasarlo mal teniéndoos tan lejos”, le contesté sin poder evitar esa niebla en sus ojos que comenzaba a expandirse, y que la hundía.
“No te creas – se pasó la mano por el pelo y se arrebujó en el sillón como si de repente tuviese mucho frío o quisiera hacerse pequeña- vive mucho más tranquila conociendo la distancia que nos separa… ya no quedaban más sitios donde escondernos… este fue el último cartucho… una pariente lejana que le debía algún favor y que se apiadaría de nosotras…- sonrió con tristeza, los ojos completamente velados- y no se equivocó demasiado, hemos encontrado refugio en ti”
Lo dije a sabiendas de que encendía una cerilla muy corta, lo dije sin querer mirar directamente lo imposible. Ejercí mi derecho al deseo. Y lo dije:
“Podéis quedaros aquí cuanto queráis, no hay prisa. Incluso puedes comenzar una nueva vida en este lugar”
Entonces levantó la cabeza, el perfil hermoso y joven de estatua lánguida, y me miró despacio, calibrando el terreno, el peligro, la duda… todo lo que veía en mí y lo que no conocía:
“No hay segundas oportunidades, ni más vidas, sólo una, a velocidad imparable, una huída constante. Yo no pertenezco a ningún lugar Claudia, nunca podré agradecerte lo suficiente cómo no has tratado, pero en cuanto me sienta preparada nos iremos, no puede ser de otra manera…”
Traté de rebelarme.
“¿Qué pensará Violeta? Quizás ella si quiera tener un sitio en el que echar raíces…”
A su media sonrisa asomaba un gesto despectivo que me hirió:
“Violeta ya sabe cómo son las cosas… y si no lo irá aprendiendo, conmigo en el camino, porque de momento, hasta que pueda decidir por sí sola, nos pertenecemos”
Pese a que me temblaban las piernas me levanté porque la tensión era insoportable, caminé sin rumbo fijo por el salón, abrí una ventana que el aire cerró de golpe.
María se percató de que desfallecía y vino detrás, apoyó una mano en mi espalda y casi sin fuerzas se sinceró:
“No me fío de mí Claudia, eso es lo que pasa, que en cuanto me siento segura y bajo la guardia, cuando creo que por fin he superado el miedo y la incertidumbre, él reaparece, con otra cara, con otro disfraz, aunque se pueda oler desde lejos la porquería de siempre,y echo las siete llaves, y me amurallo, mando a Violeta con sus tíos… pero al final siempre es lo mismo, no es culpa suya, no lo es, él juega sus cartas y yo soy incapaz de hacerme valer, he hastiado a todo el mundo Claudia, he abusado de toda la gente a la que le prometí cambiar, no volver a los gritos y a las trampas para caer a conciencia en todas y cada una de ellas… sólo he reaccionado cuando le pegó a Violeta, le dio tal bofetón porque se interponía entre la tele y él que la niña fue a parar al otro lado de la habitación, con la cara abultada y los ojos saliéndose de las órbitas e incapaz de soltar una lágrima, si la hubieses visto… mi rabia fue tan grande que le estampé en la cabeza el vaso de güisqui que se estaba bebiendo, cayó como un saco de arena al suelo, te juro que creí haberlo matado y por un momento sentí alivio, pero comenzó a balbucear tumbado boca abajo en el suelo, así que le quité la cartera, cogí a la niña y hasta ahora…
Al principio deambulamos por casa de algunos amigos hasta que mi madre recaudó dinero entre la familia y nos diseñó esta huída… -me cogió las manos, las suyas estaban heladas- lo que tú has hecho por nosotras, sin exigencias ni condiciones, ha sido maravilloso, todo un regalo… y una fantasía que no puede prolongarse más, no debe, … pronto seremos tres, y con una carga demasiado pesada a nuestras espaldas, porque te prometo que no hay lugar en el mundo en el que no pueda encontrarnos, ahora nos está dejando crecer, confiar… para en el momento más inesperado acabar con cualquier ilusión de futuro, de un plumazo y sin compasión, como ataca una águila a su presa.”
Se le había puesto una voz tan turbia y aquella densidad de fango en los ojos… creí que iba a derrumbarse, pero caminó muy despacio hacia los anchos ventanales, pegándose a uno de ellos, como queriendo atravesarlo.
Yo volví a mi lugar en el sofá, a mi punto de cruz y a mi empeño, con toda esa rabia brotándome por dentro, aborreciendo a quien les había hecho tanto daño y las había dejado tan exhaustas… “Denúncialo María, yo te apoyo, plántale cara, no puedes estar huyendo siempre”
Tardó en responderme. Por un momento creí que no me había escuchado. La voz volvió a su ser, a su templanza débil.
“No tengo fuerzas todavía … necesito tiempo, creerme que puedo hacerlo… soy un parásito que se agarra a sus hijos para obtener la energía y la fe que me falta, por ellos, por ellos tiene que ser, para que aprendan otra cosa, para que piensen que traté de defenderlos… quizás él ya lo sepa, pero no le dije que estaba embarazada de nuevo, me lo quede para mí, aferrándome al secreto como protege alguien una llave maestra… y por miedo, como siempre… cuando me quedé embarazada de Violeta estuvo torturándome con su duda sobre si sería o no hijo suyo… ya ves, él que sabe perfectamente que nunca he estado con otro, que no he querido a nadie más…”
Podía imaginar que se fueran, que volasen solas, pero no desconocer su paradero y situación, así que improvisé, ellas me habían liberado de mi austeridad y mis demonios.
“Dime cuando te quieres ir, tengo un terreno próximo a la ciudad, con una pequeña casita en la que podéis permanecer un tiempo… mi hijo pequeño os llevará, podéis contar con su ayuda.”
Hacía meses que no sabía nada de Francisco. La llamada de rigor, que era lo mismo que no saber nada. No podía fallarme. Me lo debía. Hablé con él por teléfono, fui escueta y directa, al principio me hizo muchas preguntas, luego el estupor dejó paso a sus silencios. Se plantó en casa al día siguiente para conocer de primera mano a mis huéspedes, como no podía ser de otra manera la niña le conquistó rápidamente y sé que desde el principio se sintió atraído, con esa mezcla entre la desconfianza, la curiosidad y el acecho, por María, el mundo resquebrajado de María, su debilidad y al mismo tiempo su osadía. Prometió no contarle nada a nadie y se ofreció para lo necesario después de que Violeta le hubiese pintado anillos en los dedos y demostrado su habilidad para dormir a las gallinas. Cuando se metió en el coche me dijo que parecía otra, y yo le dí las gracias porque lo tomé como un halago.
A partir de entonces llamó periódicamente y estuvo adecentando la casita del terreno, vino para el cumpleaños de Violeta en Septiembre, cuando a María le faltaba poco más de un mes para dar a luz. Dieron juntos un largo paseo en el que imagino acordarían los términos de la nueva etapa que iba a comenzar, y en la que yo, por kilómetros, edad y porque las cosas al fin y al cabo encuentran su lugar, ya no estaría presente.
Cuando la fiesta de cumpleaños terminó les pedí que no quitaran las guirnaldas ni los globos, su toque de alegría me acompañó durante un tiempo, me gustaban los colores, ese ligero movimiento mecido por el aire me devolvía el recuerdo de mi gran aventura.
La niña Imperio se quedó petrificada unos instantes al recibir la noticia. Marcharían al día siguiente, muy temprano. Se habían ido todos los invitados y la casa olía a tarta de manzana. Papeles de colores, serpentinas y restos de merienda rondaban por el suelo.
Me miró a mí con los ojos muy abiertos, miró a su madre, miró la tripa de su madre.
“Te voy a escribir unas cartas tan largas que te aburrirás de leerme” me dijo con la voz recia y ecuánime de quien dicta una sentencia.
Y después, muy despacito, se puso a recoger.
“Deja eso y hablamos si quieres” la interrumpió su madre, pero mi niña Imperio no quería hablar, sino estar ocupada para comprender, y metida en lo suyo, haciendo más tarde su maleta, colocando con mimo sus regalos, cabeceaba y murmuraba para sí en un monólogo interno difícil de adivinar.
No quise acostarme.
Tenía miedo de quedarme dormida al amanecer y que se marcharan sin despedirse.
Antes de que sonara el despertador Violeta vino a la cocina y medio dormida se agarró a mi cintura, me dijo que existían las hadas madrinas porque yo había sido la suya, pero que guardase el secreto, que yo tenía cara de guardar secretos… le pedí que se vistiera para que no me viera llorar.
Aguanté el tipo hasta que el coche de Francisco arrancó emprendiendo ese viaje sin retorno. La cara de María pegada a la ventanilla, en un gesto más infantil que el de su hija, sonriendo como nunca antes la había visto sonreir, no podré olvidarla nunca.
Lloré durante días, aún lo hago de repente, cuando la fuerza a ráfagas de un recuerdo me devuelve los instantes vividos.
El pueblo entero acusó su pérdida y guardó silencio, un silencio sepulcral, cuando a los pocos días de que ellas se fueran apareció un investigador haciendo preguntas y después unos hombres de gentileza artificial enseñando una foto de María hace mucho tiempo, porque no tenía ojeras, y lucía un pelo muy largo y un gesto limpio de creer en las personas.
Pese a que me vieron dentro de casa a través de las ventanas nunca les abrí la puerta.
Rondaron unos cuantos días por el pueblo hasta que se cansaron, y todo se fue quedando igual, volvió la escarcha a la orilla de las calles, un anochecer temprano, las estrellas tan lejos… todo medido y en su sitio, con rasgos de eternidad.
Francisco iba a visitarlas un par de veces por semana, les llevaba alimentos, enseres que les hicieran más fácil la vida, hasta consiguió instalarles una pequeña televisión… después me llamaba, manteniéndome al corriente, aquellas dos mujeres consiguieron aproximarnos, devolvernos un tiempo nuevo y brillante, algo parecido a otra oportunidad o al deseo de tenerla. Y la aprovechamos.
Una madrugada de otoño desapacible Francisco tuvo que saltar de la cama al recibir la llamada convenida. Violeta le apremiaba: “¡corre, corre mucho que el niño quiere nacer ya!” Y Francisco corrió cuanto pudo, y el niño, de casi cuatro kilos, nació un par de horas después, sonrosado y tibio, absolutamente hermoso. Le llamaron Izan. Llegó la madre de María fatigada por tan largo viaje, y cuando vio a sus nietos los ojos se le llenaron de lágrimas, abrazó tan fuerte al chiquitín que este casi desaparece entre su pecho grande y curtido de mujer sacrificada.
Francisco las dejó solas prometiendo volver al día siguiente.
Y lo hizo, pero ya no estaban.
María había pedido el alta voluntaria y en la casa no quedaba ni rastro de su estancia. Sólo un dibujo de Violeta colgado de un clavo en la pared. Representaba a una mamá con sus dos hijos frente al mar, las figuras muy largas, los colores vivísimos, todavía lo conservo.
No he vuelto a saber de ellas.
Las cartas de Violeta nunca llegaron.
Francisco se indignó más que yo, trató de averiguar sin éxito, a mí se me quedó en el alma ese vacío insustituible, ese terrible silencio habitado por ecos … entendí que vinieran como se fueron, sin preaviso ni condiciones, libres en su estrecha ausencia de libertad.
Ellas nunca sabrán que supusieron para mí la posibilidad de cambiar las cosas, de tomar decisiones, de atreverme a ser además de estar… Y el tiempo por delante, a pesar de la melancolía, se fue haciendo más ligero, no me costaba mirarme en los espejos.
Aunque envejecer es una faena muy grande, porque si perdí unos cuantos años ahora me harían falta para estar presente en lo que me queda por vivir, pero presente de verdad, sin cataratas ni temblor en las manos, con unas rodillas fuertes y una cabeza despejada, de las que a la primera recuerdan nombres y donde han dejado las cosas, y qué comieron ayer. Si pudiera bailaría todas las piezas que no me sacaron a bailar, a veces pongo muy alto el volúmen de la radio, y me recuerdo con cuarenta años menos en las fiestas del pueblo… lo que hubiera dado yo por marcarme un buen baile, con quien fuese, luego en casa ya hubiera aguantado sin rechistar la bronca de Rodolfo.
Cuando la memoria comenzó a dejarme en evidencia Francisco me aconsejó que escribiese la historia de mi niña Imperio y lo que quisiese, porque la cabeza es muy traicionera, y luego te va a parecer que no lo has vivido, que te lo inventas… entonces le pedí que me ayudase, yo te dicto y tú juntas las letras, que de eso sabes más que yo… Viene un par de veces por semana, si llueve no hay dictado, ya lo sabe, se me agarra una pena al pecho que me deja tirada como un trapo y me impide centrarme en nada.
Pero le digo en cuanto puedo, eso sí, lo contenta que estoy de que venga a verme, y le pido disculpas por el tiempo que de chiquillo no supe tratarlo como se merecía… da igual madre, agua pasada no mueve molino.
A mí no me da igual, porque sé, aunque nunca se lo he dicho, que es él quien en cada aniversario de la llegada de María y Violeta me envía una caja de bombones del chocolate que más me gusta, ese bien negro, que huele toda la caja, o un frasco de agua de lavanda, o una cesta con frutas… sin tarjeta, el mensajero dice: admiradores secretos… pero tengo la certeza de que es él quien trata de dignificar el recuerdo y mantenerlo vivo.
Es increíble que hayan pasado siete años. Todavía hay niños en el pueblo que me preguntan por Violeta, que me asocian con ella. El final de la tarde sigue haciendo sus mismos dibujos caprichosos. Las campanas tocan a su hora.
Parece que no nos movemos.
Que el trayecto es rutinario y breve.
Pero detrás de cada puerta duermen agazapados los silencios, los secretos, la otra vida.
Esa que no se escribe.