Se muestran los artículos pertenecientes a Enero de 2012.
TRINCHERAS Y MADRIGUERAS

Quiero comenzar este año 2012 agradeciendo a mis lectores que lo sean, y que me dejen comentarios en los que me animan a seguir escribiendo. Para mí es un ejercicio terapeútico, un acto de comunicación desde el modo en que trato de contar las cosas. Si dejase de hacerlo me habría convertido entonces en una loca de atar o en una ermitaña irremediable. No lo descarto. Estan los tiempos como para salir huyendo. Muchos lo hacen. En un era en la que la gente que pisa la calle y se sube el cuello del abrigo se siente totalmente estafada por los que fueron, son y serán nuestros gestores políticos, pocas cosas diáfanas nos quedan... la poesía, la solidaridad y el afecto, volver, volver a lo que de verdad importa, trincheras y madrigueras que infravaloramos cuando nos hicieron creer que podríamos alcanzar el éxito, el poder, la eternidad.
En este 2012 en el que se cumple el centenario del hundimiento del Titanic, así como el de la publicación de "Campos de Castilla" y la muerte de Leonor, esposa de Antonio Machado, también se cumplen cien años del fallecimiento de Emilio Salgari y del de Menéndez Pelayo, ya véis, necrológicas que no auguran tiempos mejores.
Entrar en este blog supone conocerme, ya sabéis de mis pasiones incondicionales. De ahí que, como una de las cosas que siempre quedan, aguardándonos, reservando la palabra precisa, es la lectura, nada mejor que servir de ventana a la expresión incomparable de Luis García Montero en su último artículo, fechado hoy, para el diario Público: "La realidad y el deseo"
http://blogs.publico.es/luis-garcia-montero/192/el-pais-con-la-democracia-real/
Un abrazo para todos y todas, os deseo trincheras y madrigueras siempre a mano.
"EL TEMBLOR DEL HÉROE"

Los premios que yo nunca obtendré, las historias que nunca escribiré, los escritores y escritoras que no seré. La literatura siempre está de moda. Y hay que celebrarla, con premios o sin ellos, pero estos son la mejor excusa para vestirla de gala. Tiene buena pinta el último libro de Pombo que verá la luz en Febrero. Podremos discutirlo.
De antena3.com
El ganador del Premio Nadal, el escritor santanderino Álvaro Pombo, ha quedado inscrito esta noche en el reducido club de ganadores de los dos premios literarios hispanos más importantes y de larga tradición, el decano Nadal y el mejor dotado Planeta.
En ese exclusivo grupo, además de Pombo, figuran Maruja Torres, José María Gironella, Luis Romero, Ana María Matute, Jesús Fernández Santos, Carlos Rojas, Rosa Regàs, Lucia Etxebarria y Juan José Millás.
Situado entre los grandes de las letras hispanas del último cuarto de siglo y considerado por la crítica como uno de los renovadores del realismo subjetivo, sus narraciones, aparentemente sencillas, están llenas de humor, costumbrismos y simbolismo, y beben de una tradición arraigada en su gusto por los clásicos de la filosofía y la literatura.
Nacido el 23 de junio de 1939 en Santander, Pombo se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid en la rama Filosofía pura y obtuvo además el Bachelor of Arts en Filosofía por el Birbeck College de Londres, ciudad en la que vivió diez años (1966-1977), lo que le permitió familiarizarse con la tradición literaria anglosajona.
Durante los últimos años de su estancia en Inglaterra trabajó de telefonista en el Banco Urquijo y, ya de vuelta a España, en el Hispano, en Madrid, desempeño que compatibilizó con la labor literaria hasta 1984.
Escribió en 1973 su primer libro de poemas, "Protocolos", al que siguió "Variaciones", con el que ganó el premio El Bardo para nuevos poetas en 1977.
Del mismo año es su serie de cuentos "Relatos sobre la falta de sustancia" y dos años después publicó "El parecido", antes de que apareciera su nuevo libro de poemas titulado "Hacia una constitución poética del año en curso".
En 1983, Pombo se presentó al premio Herralde con dos novelas, "El hijo adoptivo", firmada bajo el seudónimo de José Carrasco, con la que quedó finalista; y "El héroe de las mansardas de Mansard", con la que obtuvo el galardón.
Tras la Feria de Fráncfort de 1985, Pombo se convirtió en una de las figuras internacionales de la narrativa contemporánea y sus libros comenzaron a ser traducidos a idiomas como el italiano, el francés, el sueco, el alemán o el inglés. Pombo ha escrito asimismo "El rey", "Los delitos insignificantes" y "El metro de platino iridiado", esta última considerada una de las obras más originales y ambiciosas de la narrativa española y que en 1991 fue distinguida con el Premio Nacional de la Crítica. Una de sus novelas,
"El hijo adoptivo", fue llevada al cine por el cineasta gallego Juan Pinzas en 1992 bajo el título "El juego de los mensajes invisibles". En "Aparición del eterno femenino contada por Su Majestad el Rey" (1993), el autor cántabro recreó el mundo y la personalidad de los niños a través de una aproximación al lenguaje infantil.
En "Donde las mujeres" el autor narraba a partir de una voz femenina la historia de una familia afectada por un secreto que al ser descubierto cambiaba la imagen de todos sus integrantes, una novela con la que ganó el I Premio Ciudad de Barcelona de narrativa en castellano y el Premio Nacional de Narrativa en 1997.
Dos años después, escribió "La cuadratura del círculo", novela en la que explica la historia de un caballero del siglo XII que descubre el mundo árabe tras luchar en las Cruzadas y por ella la Real Academia de la Lengua le concedió en 2001 el Premio Fastenrath. "El cielo raso" (2001) es una aproximación a la homosexualidad desde la espiritualidad religiosa, un libro con el que obtuvo en marzo de 2002 el I Premio de la Fundación José Manuel Lara Hernández.
Su última novela, "Contra natura" (2005), que abordaba el tema de las relaciones sentimentales de dos homosexuales, ganó los premios Ciudad de Barcelona y Salambó. Desde 2004, Pombo es académico de la Lengua, en la que ocupa el sillón "j", que quedó vacante por la muerte de Pedro Laín Entralgo.
En 2006, el autor ganó el Premio Planeta con "La fortuna de Matilda Turpin", una novela sobre las relaciones y los conflictos de pareja; y posteriormente publicó las novelas "Virginia o el interior del mundo" y "La previa muerte del lugarteniente Aloof" y el poemario "Los enunciados protocolarios", todas en 2009.
"PODRÍA LLAMARTE VIERNES"

"Pero existen lugares intermedios, pasados y presentes con luz de porvenir" (Versos de "El deseo", Luis García Montero)
Cuando Leo llegó a casa terminaba el invierno, y el sol pugnaba por abrigar rincones y calentar los aleros donde se posaban los pájaros.
No quiso fijar la vista en otra cosa que no fuera la oveja de peluche ennegrecida que traía bajo el brazo.
Nico le propuso ir a jugar a su cuarto, pero Leo negó con la cabeza. Valle le cogió las manos, quiso desplegar su arsenal asistencialista preparándole una suculenta merienda que el niño no probó. Sólo Bola consiguió conquistarlo, nuestra perra labrador que ni siquiera se levantó a olisquearlo como solía hacer con los extraños que atravesaban la puerta de casa. Bola dormitaba bajo la mesa con los ojos entrecerrados, mostrándose indiferente al mundo humano, y Leo se arrodilló junto a ella, acariciándola tan despacio como si fuera de nieve, a punto de deshacerse, y poco a poco terminó acurrucado junto a ella, la cabeza apoyada en su lomo, y por primera vez, tímidamente, mi sobrino sonrió. Tenía séis años, las ojeras y las manos de un hombre cansado. Su madre acababa de morir y su padre nunca supimos quien era. Así entendía mi hermana Zara la vida de un alma libre, sin ataduras ni convencionalismos, pese a ser madre de una criatura con necesidades, horarios y deseos, como todas. Cuando se desmoronaban sus cielos de papel me traía al niño desprendiéndose de él como si le hubiesen salido espinas, desorientada y convulsa, con una bolsa de plástico en la que había metido a toda prisa un puñado de pañales y una lata de leche en polvo. Volvía días después convertida en otra persona, dispuesta a serlo, trayendo un muñeco enorme para su hijo al que cubría de besos y se llevaba cantándole bajito sin despedirse de nadie. Una de esas veces, mis niños también pequeños, yo trabajando, Héctor ayudando lo justo... le dije que no me lo quedaba, sus ojos brillaron en medio del rellano y de su crisis, se hizo un silencio sólo roto por sus movimientos precipitados y esa tos repetitiva y nerviosa, "no puedo hacerme cargo de él, ahora no, ya lo sabes..." trató de justificarse y yo la interrumpí alegando que el niño no era una maleta que se arrastra de acá para allá dependiendo del talante de su dueña, y que me cansaba de estar disponible cuando ella decidía que debía estarlo... según hablaba me iba sintiendo mal, pero no era capaz de retroceder, porque nos encariñábamos con el crío y no era nuestro, o sí que lo era pero sólo a medias y en circunstancias extremas, no era nuestro, no era suyo, no era de nadie, y mis hijos lo miraban como a un ser errante que venía, jugaba con ellos, compartía su cuarto, sus dibujos de la tele, sus cosas, y luego desaparecía sin más. Volvió a atar al niño en la silla y sin esperar al ascensor lo cargó en brazos y salió escaleras abajo llamándome de todo. No pude dormir esa noche y tan apenas las siguientes, no conseguí localizarla, hasta Héctor estuvo buscándola de madrugada en los lugares que solía frecuentar, pero ni rastro. Cenábamos los cuatro en la cocina, Nico sin parar de hablar sobre la excursión del dia siguiente, sobre fútbol, las pirámides de Egipto, cualquiera de sus descubrimientos, Valle mareando la sopa con la cuchara, Héctor tratando de escuchar las noticias, cuando sonó el timbre, un pitido largo e intenso, de único aviso. Héctor y yo nos miramos leyéndonos el pensamiento al instante, pero cuando abrimos, frente a la puerta ya sólo estaba Leo dormido en su sillita, con aspecto de haber sobrevivido a un terremoto, el pelo enmarañado y sucio, sin zapatos, tapado con un abrigo varias veces más grande que él mismo. "¿Está muerto?" preguntó Valle temblorosa, y pensé que no era ningún disparate lo que la niña imaginaba, porque la vida en los balancines no tiene techo y la inseguridad salta sin miedo sobre los arrecifes, hasta ahogarse. Me informé, quise quedármelo, hablé con Zara y se lo puse muy fácil, siempre le hablaría de ella, podría verlo cuando quisiera, en casa dispondría de su propia habitación y si con el tiempo las cosas cambiaban volverían a estar juntos. Se empecinó en mirar la calle a través del escaparate de la cafetería en la que nos encontrábamos. "Quieres quitarme lo único por lo que merece la pena vivir... antes muerta" susurró despacio, como para sí, se terminó el café y se marchó dejándome entre papeles, dueña y señora de un discurso vano ensayado muchas veces. Probé a través de Saúl, una de las primeras parejas de mi hermana, un tipo bohemio, encantador, con quien siempre resultó fácil dialogar. Sé que en todas sus situaciones límite Zara lo buscaba a él antes que a mí, la había sacado de varios atolladeros y seguían manteniendo relación. Durante un tiempo quise pensar que Saúl era el padre de Leo, algo improbable, puesto que en caso de ser cierta mi sospecha todo hubiera resultado mucho más sencillo. El niño lo adoraba, nunca le he vuelto a ver abrazar a nadie como abrazaba a Saúl. Lo encontré enfrascado en pintar unos murales para la inauguración de una galería de arte, aún así se limpió las manos en un trapo empapado en aguarrás y me invitó a sentarme en unas banquetas altas, de barra de bar. Sonrió con tristeza ante mi exposición. "Poco puedo hacer Olivia... Zara ya sólo me utiliza desesperadamente cuando me dejo, que es la mayoría de las veces que me chantajea con Leo... la noto tan inestable, tan asustada... he tratado de hablar con ella cientos de veces, créeme, pero se cierra en banda, empeñada en saltar sobre la vida sin red, saqueándola a la fuerza..." Me dijo que le diera tiempo, que esperase, que todo podía cambiar. Era un tipo confiado. Cuando llamó mi padre hecho un mar de lágrimas para anunciarme el fatal accidente no sentí nada. Ni angustia. Vacío. Nada. Poco a poco su ausencia se fue convirtiendo en una sima gigante a la que procuraba no asomarme. Luego llegaron esos deseos que hay que cuidar, atar en corto, porque pueden cumplirse, servicios sociales, lo más adecuado para el niño, una tía que trabajaba dentro de casa, unos primos de su edad, una economía estable. Héctor no abrió la boca, sabía que de nada iba a servirle. Y llegó Leo como un satélite que de repente se instala en tu salón, cobijado en la perra caliente, sin saber exactamente cómo ocurren las cosas, pero comprendiéndolas, intuyendo que todo iba a cambiar, para siempre. Saúl venía a verlo mensualmente, le traía chocolatinas, un balón de fútbol, material de pintura, el niño hacía caso omiso de los regalos, se ponía el abrigo y lo cogía de la mano para salir a pasear; no sé de qué hablaban, cómo se comportaban, pero el niño volvía relajado y risueño, dispuesto a jugar con sus primos sin mirarlos como a aves rapaces. Un año después de que Leo viniera a vivir con nosotros Saúl cambió de residencia, se marchó a Bélgica, desde donde le escribía cartas que llegaban en preciosos sobres ilustrados que el niño nunca quiso abrir. La caja que contenía todas esas cartas fue una de las muchas cosas que Leo quemó al cumplir los dieciocho. Mientras tanto fue un niño apático e introvertido que comía, se duchaba, recogía su cuarto y participaba en actividades cuando se le pedía expresamente. No encajaba con los amigos de Nico, aunque se llevasen apenas dos años, ni se abría con Valle, por mucho que esta, con gran capacidad de persuasión, lo intentase. Héctor solía decir que teníamos un huésped, o un okupa, que cualquier día aparecería con aros en la nariz y el pelo naranja. No llegó a tanto. En el Colegio iba aprobando con apuros, sin esforzarse demasiado, decían que parecía encerrado en su propio mundo, varios psicólogos trataron de entrar en ese hábitat particular sin conseguirlo. Yo solía mirarlo cuando dormía, un niño de rasgos adultos, bien definidos, pestañas espesas y un hoyuelo en la barbilla, que dormía despreocupadamente como todos los niños, cruzado en la cama, sin prisas, sin temores, sin rabia. Y era entonces más que nunca cuando recordaba a Zara, nuestros juegos de niñas pequeñas, tan seguidas, tan diferentes, la voz de mi madre: "Tienes que cuidar a tu hermana, aunque sea la mayor necesita de tu protección" Y por fin podía llorar en silencio, replegada en el rincón más oscuro de la habitación de Leo. Los veranos lo mandaba de campamentos con Nico, le gustaba el monte, el contacto con la naturaleza, a la vuelta mi hijo me contaba que cuando todos se sentaban a descansar Leo seguía caminando, queriendo conquistar la cima con los más avanzados, sin entretenerse en hacer bromas con sus compañeros o distrayéndose con el paisaje, concediendo un rigor excesivo a un momento de ocio, a la convivencia en grupo. Sí, la sensación era de tomarse la vida de manera disciplinaria. Contaba poco, no se cerraba en banda, pero respondía con frases escuetas, o pasándoles la pelota a sus primos. Abandoné la observación metódica sobre mi sobrino cuando Héctor me pidió el divorcio. Desde ese mismo instante me pareció una rata que había vivido plácidamente en su cloaca al margen de lo que se cocía en casa, por encima de mis monólogos sobre el futuro de los niños y las preocupaciones diarias, lejos de la cotidianidad de un hogar, sin empaparse de emociones. Un tipo extraño, al fin y al cabo, que siempre desconfió de Leo y en alguna ocasión sintió celos de su propio hijo, tratando a Valle sin embargo como a la princesita que no le convenía ser. Sin dramas. Le miré a la cara y me pareció tan repulsivo que no invertí tiempo en explicaciones ni quise escuchar las suyas, aún a sabiendas de que nos dejaba por la hija de unos amigos, pocos años mayor que Valle. Volvimos a reconstruirnos como familia. Mi trabajo alcanzaba, el nivel de gastos se podía mantener, no nos movimos de casa, los cambios no fueron muy drásticos. Sólo una presencia menos en el cuarto de baño y a la mesa, el sonido familiar de unas llaves que desaparece tan fácilmente como se cierra un libro; la ausencia pesa al principio, luego cobra volúmen para irse borrando de a poco. Los chicos eran adolescentes y Valle había rebasado la mayoría de edad. Tenía ataques de ira, de repente nos miraba vivir sin remordimientos, comer, poner una lavadora, comentar los programas de la tele, y nos reprochaba a gritos no añorar a su padre como se añora lo insustituible. La dejábamos despotricar, desinflarse hasta terminar llorando en mi regazo. No soportaba a la nueva pareja de su padre ni que su mundo de castillo infranqueable tuviera la consistencia de una torre de papel. A Nico le funcionaba imitarme, hacer como si no pasara nada, confiar. Y dentro de toda esa nueva ubicación sin moldes previos Leo resultó ser el personaje más sorprendente. Por fin entró en los turnos rotativos de sacar la basura, llevar a Bola al veterinario, preparar la cena. Se mostraba más dispuesto, nos contaba más cosas, y soportaba estóicamente los berrinches de su prima cuando llegaba a reprocharle tener los mismos beneficios que ellos, siendo hijos míos. En una de esas ocasiones, harta de oír su hiriente latiguillo, pegué un golpe en la mesa y le dije con todo el aplomo posible que si volvía a hacer semejante comentario ya podía preparar la maleta y largarse con su padre. Lo hizo, pero volvió dos días más tarde dispuesta a una conciliación que comenzó a funcionar. Tratamos de adaptarnos al presente como pudimos, y el tiempo nos fue tratando bien, nos dejó en paz. Una de las mañanas en las que me encontraba sola, enfrascada en el trabajo, apareció Leo inesperadamente, con una de esas plantas de interior que tanto me gustan. No estar constantemente esperando su explosión había hecho de él un hombre más libre y más sereno. Lo miré por encima de las gafas, se sonrojó. "No es mi cumpleaños", le dije sonriendo, intuyendo que esa visita sentaría precedente. "Por eso te la traigo" contestó un poco para sí, y se sentó en el borde del sofá mirándose las manos entrelazadas. Aparté los papeles y los útiles de trabajo, me giré hacia él dispuesta a escucharle. Tardó en enlazar los recuerdos, en dotarlos de cronología. "La noche que ocurrió yo estaba allí... no sé si lo sabes, pero estaba allí mismo... la cara de imbécil que se me debió quedar... había mucho ruido, mucho tráfico... "Quédate aquí sentadito" me dijo peinándome con los dedos y obligándome a sentarme en un portal... "las cosas irán bien, te llevarán con la tía Oli, ella te quiere mucho..." yo no entendía nada ¿sabes?... nada, hablaba como si la estuviesen persiguiendo, mirando a todas partes... me besó, tenía la cara muy fría, los ojos brillantes, como de cristal... salió corriendo y yo allí, acojonado, sin moverme, se metió entre dos coches y la perdí de vista un instante... luego escuché el impacto y la ví volar... por eso llegué a creer durante mucho tiempo eso que me decíais todos... "mamá está en el cielo" porque ciertamente la ví volar, un cuerpo de lana desmadejada... después gran revuelo, ambulancias, policía, gente señalándome con el dedo: "el niño, el pobre niño iba con ella..." El resto ya lo conoces, quise contártelo desde el principio, pero nunca supe cómo" Estaba tranquilo, apenas triste. Yo derramaba lágrimas por los dos. Siempre creí que había sido un accidente y pese a conocer de antemano que Leo iba con ella quise pensar que no recordaría nada, que fue un despiste más de mi hermana, un final trágico para alguien que vivía con el corazón entre los labios. "Hubiera querido hacerlo mejor... ahorrarte tanto dolor" Fue todo lo que pude decirle. Me tendió un pañuelo, su rostro tenía una expresión amable que nunca antes había descubierto en él. "No sé si el dolor puede evitarse tía... está ahí, esperando como un pez hambriento... hasta que se soporta... o se pasa" Siempre le he agradecido a la vida aquella mañana, esa oportunidad madre de todas, el comienzo de otras en las que fuimos articulando nuestra historia, la de los presentes y la de los ausentes, hasta conformar un tejido inseparable. Creo que desde entonces los años han pasado más deprisa que nunca. Poco después me presentó a Silvia, aquella chiquita que desde el principio supe que estaba hecha a la medida de Leo, como así lo han demostrado el tiempo, sus gustos afines, su casa en el campo y sus mellizas. Paso temporadas con ellos, ahora que la memoria y las piernas me fallan, desde la ventana de la cocina puedo ver como se abren los girasoles, las niñas, que se parecen mucho a mi hermana, especialmente una de ellas, me llaman abuela e inventan para mí historias en su teatrito de guiñol. Estoy tranquila allí, Valle vive en el extranjero y el apartamento de Nico es minúsculo y siempre está lleno de gente. Mi casa se me hace cuesta arriba, demasiados episodios, fotos, sonidos, luces, rincones aferrados como garrapatas a mis pupilas. Procuro pisarla lo justo. Sólo cuando nos reunimos todos, y a Nico le da por tocar la guitarra y Valle se ríe moviendo la cabeza hacia delante, cubriéndole el pelo la cara, como lo hacía de niña, y las mellizas juegan con las muñecas de mi hija mientras Silvia me ayuda en la cocina, escuchando pacientemente mis historias fragmentadas, al tiempo que Leo hace fotos con esa cámara tan extraña, sólo entonces mi casa resulta el hogar que siempre quise para todos, algo que se parece a lo que fuimos... y que comprende lo que somos.
CENTENARIO DE ILDEFONSO MANUEL GIL

Un niño que juega a construir diccionarios tiene bastantes posibilidades de convertirse en un genio. Fue lo que le ocurrió a Ildefonso Manuel Gil (Paniza, Zaragoza, 1912/ Zaragoza 2003). Se definió a sí mismo como "hombre del 36", destacado republicano fue encarcelado en Teruel durante la guerra y condenado a muerte. El relato de todas esas vivencias lo podemos encontrar en "Concierto al atardecer" (DGA,1992).
Narrador, ensayista, traductor, principalmente poeta, influído por el cine y la generación del 27 el licenciado en Derecho y miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española pudo regresar durante la transición, instalarse en Zaragoza y dirigir la Institución Fernando el Católico. La conciencia social de su generación se vuelca en la sencillez de sus poemas como homenaje a la memoria: ""Poemas de dolor antiguo" (1945), "El corazón en los labios" (1947). En ellos la necesidad de contar desde un estilo juanramoniano, lírico, vulnerable, directo abren la etapa de mayor poesía existencial del autor.
Su obra va evolucionando sin abandonar nunca los juegos de la memoria, considerándose como trascendental en su camino literario: "Poemas del tiempo y del poema" (1973). Desde el año 2000 van apareciendo sus libros de memorias "Un caballilto de cartón" (1996), "Vivos, muertos y otras apariciones" (2000)
Hombre familiar, entrañable y de grandes y largas amistades tenía en su casa de Zaragoza enmarcada una carta de Juan Ramón Jiménez, con quien matuvo estrecha relación. No sólo le apasionó la literatura y la cultura en general, sino la propia vida, cómo se podía leer a través de aquellos ojos tan expresivos de testigo de la guerra.
Hubiese cumplido cien años sin abandonar su empeño de escribir, formar tertulias literarias, traducir... Cuando alguien fallece se borra una manera irrepetible de hacer las cosas, ese es el hueco, la ausencia.
Con Miguel Labordeta (él e Ildefonso se consideran los poetas aragoneses más importantes del siglo XX) y su hermano Jose Antonio estará ideando proyectos nuevos.